(Viene del post anterior)
2. LAS PRIMERAS PINCELADAS.
Días después, tras
haber logrado salir del hoyo de miseria y depresión nerviosa en el que me suelo
hundir una vez por semana, consideré que estaba listo para empezar a escribir
un nuevo y flamante capítulo en la historia de la pintura universal.
El precalentamiento había sido un éxito.
Tanto, que decidí continuar con él de forma indefinida mientras durara mi
proceso creativo. Y no es porque necesitara precalentar más, sino más bien por
mi total incapacidad para hacer nada sin antes ponerme finito de córdoba.
Aceptarlo es un grado, como se suele decir en los grupos de ayuda. Así que de
nuevo de visita al colmado, luego al estanco a por unos puritos y doble click
sobre disco de música ligera para culminar. Con todo el escenario dispuesto y
la liturgia in full effect, me dispuse a dejar fluir ese torrente de
iconoclastia que debía ser una lección de humildad para mis contemporáneos. “Lo
vais a flipar, hijos de puta… Lagrimones como puños”. Y lo dije en voz alta,
porque en esos momentos de épica y autosuperación personal me encanta oir mi
voz. Lo que ya sería la hostia en que en el estudio se produjera eco como el de
las montañas, varias veces y acabando con un elegante fade-out. Pero no se
puede tener todo, como se suele decir en los grupos de autoayuda.
Para mi sorpresa, la cosa no fluyó tan
rápidamente como esperaba. Me sentí un poco confundido: iba empastando con
acrílicos de dudosa calidad papeles, cartones y maderas de aún más dudosa calidad, acumulando capas de
guiñapos sin sentido alguno; mis legendarias gesticulaciones expresionistas se
descubrieron ante mí como la travesura de un chiquillo mongólico al que sus
padres han abandonado en una estación de servicio y, a fin de poder volver al
coche y conseguir largarse antes de ser descubiertos, lo han dejado entretenido
con unas ceras de colores frente a la puerta
de un lavabo unisex.
Quizás faltaba lubricación y unos cuantos cigarrillos más para
destensarme del todo. Cuando escoges un camino como el que yo escogí en su día,
has de saber que no siempre va a ser lo que se dice un paseo por la puta playa. Plantar la
banderita en la cima suele estar precedido por una buena sarta de penurias. En
ese momento, por ejemplo, me sentía muy triste y jodido. Así las cosas,
encontré de lo más oportuno renovar votos en modo hardcore, sin florituras ni
apretar el culo: hice las llamadas pertinentes, conseguí algo bueno para
entonarme y abrí otro litro. Me puse a ello en serio, le di bastante duro hasta
que me entraron arcadas. “Ahora es el momento, muchacho”, me dije mientras me
secaba con la manga un hilo de baba espesa que se me quedó colgando del labio
inferior tras evacuar en la pica un borbotón de bilis que quiso vivir la vida
por su cuenta.
Cuando eres un CREADOR, percibes la
realidad de otra manera. Es como tener una especie de superpoder, un sexto
sentido multiusos. Es como si oyeras la voz de alguien, puede que de dios,
dándote instrucciones concretas para hacer del mundo un lugar mejor, más cool.
“Esto TENGO QUE CONTARLO”, piensas. Y yo, por mi parte, haría mal en ignorar la
responsabilidad con la que mi don me ha cargado el lomo. Por eso, y porque en
ese momento me estaba calzando un ciego de padre y muy señor mío, dejé que la
pintura me hablara. Que los retazos de carteles publicitarios, las fotocopias
choscas para guarrear y los rotuladores Carioca usaran mis manitas para encontrar
su lugar y forma en el papel. Había nacido DOPPELGÄNGSTA.
Al cabo de unas cuantas horas de haber
visto la luz, oí como alguien entraba al estudio. Era Rai. Cuando acabó de
subir las escaleras, lo saludé efusivamente. Me sentía dichoso, por todos los
diablos: estaba creando cosa fina, música ligera sonando a todo volumen, tenía
suficientes estupefacientes en mi torrente sanguíneo como para matar a un
elefante de una tacada y, lo mejor de todo, ese día aún no me había meado en
los pantalones. El mundo a mis pies, como se suele decir en los grupos de
autoayuda.
Visiblemente emocionado, empecé a
avasallarlo con los apasionantes pormenores del trepidante proceso, hablando
muy rápido y muy alto, intentando que el abuso indiscriminado de frases
subordinadas –que en su mayoría ni siquiera venían a cuento, pero que daba
gusto oírlas– no me hiciera perder el hilo. A pesar de que su forma de arquear
las cejas resultara inquietante de entrada, asumí que en el fondo de su corazón
estaba sulibeyado. Finalmente, a modo de grand finale, le enseñé mi nueva obra.
Rai no dijo nada. Solo se giró y se
dirigió a su despacho.
A veces Rai prefiere no decir nada.
(Continuará...)