miércoles, 2 de septiembre de 2015

MOVIMIENTOS 1-2 :: 28082015





MOVIMIENTO 01 :: 28082015

Amar es una sensación de hambre. Literalmente.

Así opina Matilda, no sin razón. Mi gata —europea gris atigrada, año y medio— ama a través de su hambre, el hambre que siente es a su vez amor y los vacíos —imagino— se comparten. O quizás son uno: ahí ya no tengo el valor de afirmar nada.

En las guerras también es así, a pesar de que algunos gestos de amor puedan —dado el caso— acabar derivando al margen de los espectros estrictos del hambre: una emulsión alternativa a las propias del hambre es, sin duda, la miseria.
     La miseria es un tipo de hambre más abierta, definitivamente versátil y con una gran capacidad de improvisación. Según cómo, canibalismo. Espiritual. Sin hueso.

Pero volvamos a Matilda. No me cabe duda alguna que mi gata me ama. Pero, lo que ese amor significa para ella y lo que significa para mí crea entre ambos cierto desencuentro. No es que no nos entendamos: es que no nos entendemos como a mí me gustaría. Sé que esto suena fatal, pero así están las cosas.

Frente a mí —ahora, en el vagón de metro— dos técnicamente preciosísimas alemanas (¿austríacas?) mantienen una animada conversación que parece estar exclusivamente versada en los mapas que llevan en la mano —un mapa cada una, ambos idénticos: están a menos de un palmo la una de la otra, por lo que sus mapas parecen siameses unidos por el cráneo—. Señalan cosas en ellos, apuntan cosas sobre los márgenes: de nuevo, al mismo tiempo y en el mismo margen de sus respectivos. No sé si se trata de un juego o si es que es su forma de mantener la compostura ante algún problema interno. Agorafobia, acúfenos a pares, exceso de aspiraciones… no sé. Hambre no es, eso seguro.

Agradezco no entender ni una palabra de lo que dicen, así como lo dicen ellas —como chupando un polo de diamantes—, por aquello de la náusea natural (¿congénita?) que por defecto me asalta cuando mi fastuosa capacidad para prejuzgar se pone en marcha, haciendo lo suyo como un mecanismo automático sin relevancia —quiero decir, asumido— que se ejecuta, ahora que caigo, de una manera muy parecida a como se ejecuta el hambre y el amor. Valoro la posibilidad de que todo eso sea lo mismo, sopena de algunas variaciones mínimas enfocadas en clave de complaciente (¿falsa?) pluralidad.

Se ejecuta con una metodología fisiológica, sin paripés ni aspavientos; atendiendo sin bizquear a su causa de peón —quiero decir, unidireccional—, la cual viene siempre auspiciada por el mismo desapasionamiento infranqueable de todas las tragedias, siempre tan inevitables: tal cual debe ejecutarse en Matilda el hambre y el amor, entregada a su ciclo inexorable de preguntas y respuestas entre ambos —ella y yo, las alemanas ya nada tienen qué ver aquí—, a pesar de que no compartimos idioma ni códigos expresivos definidos. A veces sí, a veces no: esto me deja frío y me pregunto, ¿qué-nos-deparará-el-futuro?

Nos entendemos, que quede claro: pero no mutuamente, según me deja entrever cada vez que me ignora a lo lejos con total noción de causa —yo colgando de alguna rama, con un trozo de fiambre posado en el hombro como un galón, llamándola por un nombre del que no ha dado nunca ninguna sentencia de propiedad— y piensa algo. Normalmente después de haber comido, algo que me sonroja y me humilla a partes iguales, ambas en abstracto. Piensa (o creo que piensa) algo que yo, sexo débil de esta relación, ni se me pasaría por la cabeza. Jamás, ni después de la mejor de las cenas. Ni con todo el Mundo en mi estómago. NUNCA. 

      Por obvio que pudiera parecer, es ahora —últimamente— cuando me siento por vez primera en el cénit del drama.

Vive dios que Matilda lo sabe. Probablemente por eso me mira así. Algún atajo, digo yo, hacia una especie de Estado de Pleno Derecho que soy incapaz de vislumbrar. Aún menos de entender, de saber lo más mínimo sobre su contenido, si es páramo o laberinto o algo que no puedo concebir porque mi mente no es la de ella y ella no necesita palabras para hacer existir sus propios significados.


Las palabras son para Matilda lo que para mí vkjex--eehd sksis2 ññññ- orrewasssh. 
     Ni eso. 

Me pregunto cómo lo hace.
      Digo a parte de esas pupilas suyas, nacidas para dominar.



MOVIMIENTO 02 :: 28082015

Enfrente, en otro vagón de metro, dos chicos muy jóvenes —¿veinte? seguramente menos— conversan sobre lo que parecen ser cosas de trabajo. Uno de ellos, que realmente parece un crío de quince años recién cumplidos, se dirige a su compañero con una vehemencia antinatural. Es monstruoso: como si dentro de ese cuerpecito de ratón vestido de boda se escondiese el espíritu vengativo de un comercial demoníaco, el alma de un vendepisos vikingo que murió en extrañas circunstancias antes de completar su misión en el mundo y que, por la razón que fuere, no pudo propinarse un recipiente mejor para cerrar su círculo en esta vida.

Habla con ojos abúlicos, fijos en el otro, impertérrito y monocorde sobre asuntos que nunca deberían formularse —no así— a través de esa boquita de chupagomas empollón dos cursos por delante de los de su edad. Porque si algo tengo claro es que hay muy, muy pocas probabilidades de que el chaval sea así de buenas a primeras: la hipótesis de la posesión cobra fuerza.

Ambos van vestidos como si fueran a enterrar a sus padres, pero con un ligero toque primaveral. Planea sobre ellos un sentimiento eminentemente trágico, un borrascoso nudo estomacal que —pronto me doy cuenta— me pertenece más a mí que a ellos. Sé que podría llorar en su nombre si me lo propusiera de verdad. Cosas así, según mis creencias, son las que componen el núcleo duro de un corazón generoso.

Y entonces —no sé de dónde, absorto como me hallo— un tercero irrumpe en escena. Dentro del mismo vagón pero en pleno recorrido, como si controlara el don de la invisibilidad o bien —lo más probable— acabara de percatarse desde su asiento que sus compañeros de batallón estaban allí, equis asientos a su derecha, y un sitio libre frente a ellos. A mi lado.

Su pelo es literalmente imposible —o, en todo caso, tan audaz que se escapa de mi control— y el traje le viene grande. A pesar de que no hallo en él ese mismo toque primaveral de sus compañeros, el peinado que gasta cumple con creces todas las expectativas: está, qué duda cabe, en la flor de la vida. Es un peinado como de desequilibrado, entre amenazante y chistoso. Tengo que retenerme con todas mis fuerzas para no mirarlo fijamente: intento pensar en accidentes de coche y en tejados cubiertos de ancianas tejas mohosas bañadas por un provinciano sol de agosto —casi siempre funciona— y, sin abandonarme del todo a mi maniobra de autodistracción, calibro la posibilidad de estar presenciando un auténtico choque generacional. En primera persona. De nuevo, me pertenece más a mí que a ellos.

El quinceañero poseído se enzarza con el del pelo demencial en una conversación rebosante de energías renovadas. El del medio, un latino de cara redonda y dentadura tallada en piedra, solo sonríe y balancea su atención de uno a otro de sus compañeros. ¿Hasta dónde puede llegar la capacidad de atención de un ser humano? ¿Acaso puede alguien encontrar la muerte por prestar demasiada atención a algo? El aire acondicionado del vagón huele a gas y el traqueteo hace que mis rodillas vayan dándose golpecitos mutuamente. Todo el conjunto de factores a mi alrededor bien podría ser interpretado como una señal inequívoca de que algo realmente malo está a punto de suceder. No me preocupa, en absoluto: he tenido esa misma sensación muchas veces antes y nunca pasó nada. Que yo recuerde.

No puedo evitar pensar que ahora mismo me miran de reojo. Que, mientras parafrasean los versículos más populares del Gran Jefe de Departamento, intercambian entre ellos un leguaje no verbal a propósito de cualquier cosa en mí que les haya llamado negativamente la atención. Según la opinión de algunas personas muy próximas a mí, tengo esa clase de potencial. Una vez me dijeron que era como uno de esos silbatos para perros, inaudibles para los humanos pero irresistibles para aquellos predestinados a su frecuencia.

Yo también miro de reojo. Mientras lo hago —entrecerrados los ojos,
inequívoca señal de suspicacia—, me paso la lengua por la encía. Despacio y con la boca cerrada, abultando el interior del labio superior de izquierda a derecha. Entiendo que se trata de algo formal, por si acaso: pongo en ello todos mis recursos y me concentro al máximo en hacer llegar mi mensaje.

Cuando de repente se bajan a la siguiente parada, quiero entender que he ganado. Si bien en ningún momento ha habido un contacto visual directo, no me hace falta tener poderes para saberlo. Cuando me giro para recoger mi trofeo —esto es, mirar a través de la vidriera del vagón como huyen, mirando por encima del hombro para comprobar si les estoy siguiendo—, lo que veo me desconcierta muy en serio.

No, no se giran. Siguen hablando entre ellos. El chico latino ríe gozosamente —ya no veo sus colosales fauces de ídolo azteca, pero sé que siguen ahí— por algo que le está contando su colega, el Asesino del Peine. El quinceañero poseído, por su parte, agita un papel ante sus ojos y en su rostro no ha habido variación alguna: misma parsimonia argumental, mismas rendijas oculares. Están en calma. Y me IGNORAN de una forma demasiado ROTUNDA como para dejar NINGÚN lugar a dudas.

Como no soy idiota, sé que algo ha salido MAL. Y no puedo evitar pensar en la posibilidad de que —pudiera ser que— aquellos muchachos no hubieran reparado en mí JAMÁS. Como si yo nunca hubiera existido. Como si todo hubiera pasado únicamente dentro de alguna de las celdas incomunicadas mi cabeza —arquitectura imperante— y... Eso, no sé. Ahí es cuando me bloqueo, de hecho. A veces es así.

Tardo aún unos instantes en recolocar la lengua en su original posición de descanso. Cosa que, no sé por qué, me recuerda que cuando me baje en mi parada y salga de las instalaciones, seguiré sin tener una moneda en el bolsillo para agenciarme una cerveza decente.

En ese momento, deseo estar muerto. Pero no va en serio. Solo se trata de un efecto colateral derivado de la incertidumbre que pesa sobre mi cometido.