jueves, 10 de septiembre de 2015

LUGAR FELIZ (título provisional)


Cuando colgué el teléfono, mi mano no quiso desprenderse del aparato. Eso es, más o menos, lo que suele pasarme cada vez que recibo una mala noticia. Ahí mi cuerpo se bloquea razonablemente, como le pasa a todo el mundo. Si la noticia es REALMENTE mala, entonces es cuando mi equilibrio mental y la tersura de mis nervios también se ven en entredicho. Entiendo que eso es algo común entre las personas. Lo paso mal, por supuesto. Como todo el mundo —supongo— cuando recibe una mala noticia de según qué calibre.

Pero, además de todos estos estándares propios del socavón ocasionado por un quiebre de las previsiones para esta mañana (tampoco demasiado alagüeñas a priori), mi mano se ha quedado adherida al teléfono. 


Yo no: mi mano.

Son las 19:58h. Lo que significa que llevo más de ocho horas con la mano en el teléfono. Mejor dicho, mi mano es la que lleva ahí todo ese rato. No yo.

Os cuento.

Tras esperar un tiempo prudencial, no tuve más remedio que salir de casa, dejando —con gran pesar— mi mano prendida sobre el auricular, segada de un corte limpio a la altura de la muñeca, justo al comienzo del antebrazo. Eso ha sido a las doce del mediodía, en punto. La mala noticia fue lo primero de hoy, justo después de levantarme y justo antes de desayunar. Son las 19:59h y, de hecho, todavía no he desayunado. Lo más seguro es que ya me espere a mañana, al siguiente turno: mientras pueda aguantar, el orden natural de las cosas sigue siendo la principal prioridad.

A las doce y dos minutos de este mediodía he puesto los pies en la calle, sin mano, preguntándome cómo puedo ser tan desgraciado. Y ya no se trata meramente de ir por ahí sin mano derecha, sin la mitad de la pierna izquierda, sin más de la mitad de los dientes, con un hombro reducido a un cuarto de su tamaño y con la nariz de un aborigen de 165 años. Es cómo la gente te juzga, con qué desprecio se aleja de ti y de todo lo que te atañe, la ligereza con la que anulan los tratos vigentes y niegan cualquier deuda pendiente. Es, básicamente, la tristeza en la que me entierran: si bien puedo entender lo desagradable de la visión que suscito, ellos saben tan bien como yo que esto no depende solo de mí. No es mi culpa, no del todo.
      Pero ahí estoy, solo y absolutamente desamparado frente a lo que parecen ser inevitables ataques de náusea, cepos estéticos y mecanismos de autodefensa. Me pregunto si alguno de ellos pierde el sueño por esto.
      Ya. No.

A la una y media del mediodía, volví a casa. Había estado llorando. Pasándome la lengua por los huecos que los dientes perdidos dejaron en mi encía, aprovechando el reguero de lágrimas y mucosidad precipitado —filtrándose por entre las comisuras
para lubricarme de forma natural las llagas más recientes. Esto pasa —lo digo para quien no lo sepa— cuando no estás acostumbrado a una dieta a base de líquidos y, de pronto, más de la mitad de tus dientes se van a vivir a otra parte. Siempre cometes errores, más que nada por costumbre; huesecillos de fruta y cartílagos de la carne y las pequeñas espinas de pescado y según qué pieles —particularmente ásperas— de algunas hortalizas hacen lo suyo. Antes de que te des cuenta, la boca entera escuece como si te la hubieran escaldado con café hirviendo. Intentar evitarlo es ponerle puertas al campo.

A la una y treinta y ocho minutos de la tarde, mi mano seguía adherida al teléfono como si no hubiera un mañana. La observé con renovado detenimiento. La rondé, hice notar mi presencia. Intenté transmitirle pensamientos de reconciliación y un ajuar con mis mejores intenciones a cambio de su retorno voluntario. Todo sin presiones, poniendo sobre la mesa lo mejor que tengo. 

      He intentado forzar la vuelta de algunas partes de mi cuerpo en otras ocasiones: NO funciona. Una vez eludido el centro de control, cada parte ha actuado por mérito propio y siempre en mi contra. Yo entiendo que mi cuerpo me odie. Es más, lo encuentro lógico. Pero siempre me hago la misma pregunta: ¿cómo puede ser mejor la vida ahí fuera, lejos de mí, del resto de mi cuerpo?

Personas me han abandonado. Animales me han abandonado. Camellos, amigos, familiares, incluso objetos personales: me han abandonado, y no les culpo. De corazón lo digo. Pero ESTO, la verdad, me empieza a parecer excesivo. Incluso para alguien como yo.

Tres y media de la tarde: mi mano, con la piel amarilleándosele por momentos y los nudillos hinchados a más del doble de su capacidad habitual, no había dado hasta ese momento ninguna señal de cambio. Estaba tan bloqueado por aquel entonces que ni siquiera me planteé seguir con lo mío, con mis cosas. ¿Qué ánimo le queda a un hombre cuando se ve obligado a asumir que INCLUSO su mano derecha prefiere gangrenarse en soledad —soldada al auricular de un teléfono fijo, ojo— a seguir adelante junto al resto del equipo, por muy jodida que esté la cosa? ¿Qué sería lo siguiente? ¿Hasta qué cotas de ignominiosa deserción podía llegar mi cuerpo en contra de mí mismo?

Me imaginé a mí mismo, orinando por la oreja. Huelga decir que entré en pánico.

Cuando faltaban apenas dos minutos para las cuatro de la tarde, corté el cable del teléfono. Asaltado por una sed de venganza hacia mí mismo, salté como pude hasta la cocina —las muletas estaban demasiado lejos, yo demasiado febril como para atender a los pequeños detalles— y me hice con un gran cuchillo de cortar pan —ergo, de sierra—, con el que sí, he cortado el cable de teléfono. Aún sabiendo que el teléfono nada tenía que ver en todo ello. Lo corté sin miramientos, por varios sitios, pelando el plástico y deshilachando los filamentos de cobre con los dientes (del cuchillo).
      Esperé a ver qué hacía entonces mi mano, ahora que su nuevo amigo estaba incluso peor que yo.

Pasaron treinta y tantos minutos: nada. Nada y mi mano, cada vez más violácea, había empezado a rezumar un líquido viscoso: parecido al aceite de motor, aunque más grumoso y tornasolado. Nada y yo, harto como estoy desde hace tiempo de este tipo de jugarretas, había empezado a canalizar mis nervios a través de un monólogo aspirado sobre el que iba precipitando mis frustraciones en forma de cacofonías que, por lo general, solo entiendo yo. Esto suele pasar cada vez que recibo malas noticias. También cuando alguna parte de mi cuerpo me abandona. Pero esta mañana, en ayunas, el karma me hizo un sandwich maléfico al que no estaba —ni estoy— acostumbrado. Por partida doble, sin precedente alguno ni aviso previo. Esta vez, mis cacofonías sonaban con cierto eco medieval, casi catedralício, más obscurantista que nunca antes. Medidas excepcionales para jodiendas excepcionales, supongo.

A las cinco menos cuarto, sonó el teléfono.


 

Es importante tener un lugar feliz al que acudir cuando las cosas se ponen particularmente turbias. Un destino, por así llamarlo, donde dirigir todos tus impulsos. Mente, sentidos, cualquier forma de conciencia que te pertenezca: todo dentro de un paquete exprés hacia ese país de las maravillas donde aún no ha podido llegar nada ni nadie que no seas tú mismo. Y refugiarte allí, el tiempo que sea necesario, para luego volver.

Cuando sonó el teléfono, mi primer impulso fue hacer las maletas entre sien y sien —afortunadamente, aún conservo ambas— y largarme pitando a mi lugar feliz. Pero, antes de eso, me quedé mirando el cable destrozado y el cuchillo de cortar pan y el teléfono y mi mano —ya al borde de una zombificación formal— y luego yo, desde fuera, como si fuera el espectador de un entremés infernal basado en el gerundio infame de mi propia existencia.

Lo primero que pensé es que mis ojos, los dos, también se habían unido a los rebeldes. Pero no: mis ojos seguían en sus cuencas, las cuencas en mi cráneo, mi cráneo bajo mi cara, mi cara al frente de mi cabeza, mi cabeza sobre mi hombro y cuarto, mi hombro y cuarto sobre todo lo demás, fuera lo que fuera eso. "Debe tratarse de un éxtasis gratuito", me dije.  

El teléfono dejó de sonar. Y luego empezó de nuevo, peor que antes. El timbre se volvió furioso, subió el volumen y agudizó su tono. Luego paró de nuevo, volvió otra vez, paró, y volvió a ello para ya no parar más.

De hecho, lo más importante de tener un lugar feliz no es propiamente tenerlo. Lo más importante es volver de él. Ir, quedarse a dormir, deleitarse con el paisaje, degustar manjares locales, intercambiar impresiones con los lugareños, etcétera: todo eso no sirve de nada si no puedes volver. Volver ES el premio, el objetivo. No por volver en sí, sino más bien porque, si vuelves, siempre será a tu favor. Y si no vuelves… justo eso.
      Volver siempre será a tu favor.


 

Son las 23:34h. No hace mucho que he vuelto de mi lugar feliz. El teléfono sigue sonando. 

Mi mano sigue aferrada al aparato. Las venas negruzcas del dorso le vibran a cada timbrazo, parecen patas de una araña hundiéndose en el fango. La falta de circulación le está sentando fatal: aunque pueda sonar contraproducente, me alegro.

Mientras rasco la fantasmagoría de mi pierna ausente con el mango del cuchillo de cortar pan, me pregunto quién será a estas horas. 
 

Espero que no sean más malas noticias.