"AM I A UNICORN OR WHAT?!" Collage y mixta sobre papel. 50x70 cm. 2018. |
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"¿Y si no hay un mañana? Hoy no lo ha habido."
Bill Murray, Groundhog Day (1993)
Bill Murray, Groundhog Day (1993)
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(Viene de la entrada anterior)
¿Sabéis cuando, de pronto y sin previo aviso, os descubrís teniendo una mala idea de cojones? Ese momento de espasmódica lucidez, apenas un fogonazo durante el cual lo ves todo con prístina claridad y, aún así, lo niegas y sigues adelante con ella (y con sus casi siempre inevitables consecuencias). Dándole cancha a lo grande, como cuando uno se entrega a un plan fallido de antemano: esa mezcla de esperanza demencial inherente a todas las causas perdidas —tan pegajosa, siempre—, apelmazándose con la polvareda que levantan urgentes trincheras improvisadas por nuestro instinto más animal. Ego de —muy— chusca factura mezclado con los estrabismos de supervivencia pre-programados por nuestra herencia genética más atávica. Un feshtival.
"Eh, no. No, no, noooo. Ánimos de dar por saco, los justos. Es que hago collages, saben ustedes." Ahora que lo pienso, se me escapa la risa. "NO-ES-LO-QUE-PARECE": hay que joderse, ¿no? Por muy marciano que pueda parecer a primera instancia, a veces la Verdad es simplemente inviable. La pena es que, en efecto, tal cosa SÍ ERA CIERTA. Ni más ni menos, cierta como su puta madre. Porque, de no haberlo sido, habría sido la excusa más faltona e impertinente que se me podría haber ocurrido (y de la que, por tanto, me hubiese sentido tremendamente orgulloso, seguramente mucho más que de los propios collages). Todos esos jubilados con anoraks deportivos, mastresses luciendo canosos peinados empoderados, jóvenes de revoluciones moderadas, incluso carcasas intelectuales forzando la postura en pos a un mensaje tácito con tintes presuntamente irónicos: rodeándome como si me fueran a follar la espalda tras abrírmela a cuchilladas, esperando una reacción "coherente" por mi parte.
Antes hablaba de la "coherencia". De honestidad. Ergo entiendo que, ya que lo de la enfermedad mental compulsiva había quedado definitivamente descartada como opción, por eliminación esperaran de mí algún... no sé. Quizás un grosero aspaviento a la romana. Una retahíla enajenada de chillidos histéricos a propósito de la ruptura del Imperio. Exhibicionismo de baja estofa, un precario justificante médico en forma de picha deforme tamaño tronco navarro. Resumiendo, algo de eso que hacen los fascistas —los de verdad— en tales ocasiones. Algo que, de alguna forma, completara su propio proceso (o como se le quiera llamar). Que lograra cerrar el diálogo unilateral en el que, al parecer, basaban su afrenta. Diálogo. Palabra curiosa.
"Cooo-llaaaa-ges. En papel y tal, ¿saben? Pegamento, trocitos sueltos que voy montando... Y luego los cuelgo por ahí. Enmarcados y eso, con sus nombrecitos debajo". Os recomiendo encarecidamente que lo probéis en algún momento de vuestra vida, aunque sea sólo una vez: intentar explicarle algo a alguien —si es cierto, mucho mejor—, sabiendo positivamente de antemano que no sólo NO lo va a entender, sino que además va a empeorar de manera notable la situación de confusión. Afianzando dicha confusión. Es más: revirtiendo la confusión en certeza. Es una sublimación de alto voltaje, como subirse a un estrado de la Falange por la parte de atrás, travestido y gritando muy fuerte "Hoooola Marineroooous" con los morretes fully carmín du biach. Como intentar lamer los tirabuzones de un judío ortodoxo. Como ver más de diez minutos de una película de Albert Serra. Qué es acaso la vida, digo, sin esos saltos al abismo de los que desconocemos absolutamente las consecuencias.
Entre pulla y pulla, claro, hice lo que estuvo en mi mano para defenderme. De verdad que no era mi intención tener problemas con ellos, ni con nadie: simplemente, les hice saber —tras insistir, una vez más, que no era un patibulario españolito de pulsiones totalitarias, ni ninguna perversión semejante— que, bajo mi punto de vista, tampoco era para tanto. Vamos a ver: un cartel electoral. De quien sea, pero, en este caso, pongamos que representa a ERC. Por ejemplo. Bien: ¿qué les dice ese cartel de nuevo? ¿Algo que no sepan? Entendiendo, claro está, que la situación en la que me encontraba venía fomentada por una presupuesta conciencia política de nutridísimos contrafuertes y un bagaje de criterio férreamente asentado. Ahora, miremos el cartel: en él, ¿qué vemos? Vemos, ni más ni menos, una cara gigantesca a todo color. Y un eslogan ridículamente simplificado. ¿Es esto útil, definitorio en relación a su concienciación y/o militancia política? ¿Necesitan acaso de esa manifestación bidimensional de un funcionario mirando al infinito para decidirse en las urnas? "Oh, me encanta la corbata de ése. No, ése no, ése. Um, creo que le voy a votar porque me seducen sus proporciones fisionómicas".
Comprendo la importancia de los símbolos. Entiendo que haya quien necesite de ellos. Tolero que confíen en ello y que se revuelquen gozosamente por entre los barrizales de este Ultra Corral de la Pacheca. Incluso diré que no, no me importa que estén tan ridiculísimamente convencidos de llevar la razón. Que hagan lo que quieran, faltaría más, votar o irse de putas o bañarse en ácido si así lo desean. Pero, ¿tanto cuesta reconocer que la propaganda electoral no es más que BASURA? Literalmente lo digo, un malgasto de papel y de recursos humanos completamente evitable. ¿Acaso alguien que va a votar, lo hace por los carteles? Si es así, que tenga LOS HUEVOS de decirlo en público, que le aplaudiré a manos llenas. ¿No? ¿Nadie? ¿Y entonces, para qué sirven?! Si en vez de imprimir en ellos sus caras de políticos, no sé, hubieran puesto en ellos imágenes de paisajes... Unos gatos vestidos de forma graciosa, por ejemplo: entonces, yo mismo sería el primero en decir que ahí hay algo que puede alegrarte el día. O, por qué no, unos crucigramas guapos. Incluso un cipote in full effect de caballo percherón me parecería más lógico y razonable. Pero no, ¿verdad? Ellos y ellas y sus fondos neutros y sus atuendos azafatiles y sus lagrimales del tamaño de un puto garbanzo cocido.
Yo, aquí donde me tenéis, intento darle una auténtica utilidad a toda esa montaña de desperdicios (mientras estoy entretenido en casa con mis collages de mierda, ni robo ni voy por ahí gritándole a la gente ni arrimando la cebolleta en las Ramblas: si eso no es un claro y rotundo beneficio social comunitario, que baje dios y lo vea).
Así intenté explicárselo a esa buena gente. Antes de poder acabar, ellos volvían con lo mismo: "¿Però per què ho has de tocar, eh?!" Jooooooooooder. Y vuelta a empezar.
De ahí salí indemne, aprox: me insultaron a media voz, me hicieron saber lo muy canalla de mis acciones, alguno hizo el amago de dar un pasito al frente... pero de ahí no pasó. La violencia activa —carnal, mayormente— es el don —propio, legítimo y esponsorizado— del fascismo recalcitrante con sede mesetaria (véase Ciudadanos, PP, las cofradías de la Legión, hooligans católico-apostólicos, true believers celtíberos, etc). El estilo de los autodenominados republicans catalans se basa más en el proceder pasivo-agresivo de un marido que, recientemente paralítico, le pregunta con trágica sorna a su mujer si "hoy también va a quedar con las amigas después del trabajo". Cuidado, que no se me malentienda: siempre agradezco una buena agresión física basada en puddings político-morales mal digeridos. Pero debo reconocer que la perfección del victimismo ha alcanzado con ellos cotas de maestría. Cómo vasculan las miradas, esa justa caída de hombros combinada con una verticalidad marcial digna de los más lujosos postes telefónicos (los de las avenidas grandes, zonas de negocios... esos), la forma en la que combinan sus rictus eminentemente aburguesados con los recientes discursos aprendidos: en definitiva, hematomas de un sistema circulatorio deficitario, para cuya creación no siempre ha sido necesaria la intervención de los Mossos de Escuadra (tan alabados últimamente, y eso que ostentan récords de violencia policial nunca vistos, incluyendo mutilaciones y muertes a base de hostias por turnos: sou la millor pulisía del món, yeah? Twitter dixit).
Comprendo la importancia de los símbolos. Entiendo que haya quien necesite de ellos. Tolero que confíen en ello y que se revuelquen gozosamente por entre los barrizales de este Ultra Corral de la Pacheca. Incluso diré que no, no me importa que estén tan ridiculísimamente convencidos de llevar la razón. Que hagan lo que quieran, faltaría más, votar o irse de putas o bañarse en ácido si así lo desean. Pero, ¿tanto cuesta reconocer que la propaganda electoral no es más que BASURA? Literalmente lo digo, un malgasto de papel y de recursos humanos completamente evitable. ¿Acaso alguien que va a votar, lo hace por los carteles? Si es así, que tenga LOS HUEVOS de decirlo en público, que le aplaudiré a manos llenas. ¿No? ¿Nadie? ¿Y entonces, para qué sirven?! Si en vez de imprimir en ellos sus caras de políticos, no sé, hubieran puesto en ellos imágenes de paisajes... Unos gatos vestidos de forma graciosa, por ejemplo: entonces, yo mismo sería el primero en decir que ahí hay algo que puede alegrarte el día. O, por qué no, unos crucigramas guapos. Incluso un cipote in full effect de caballo percherón me parecería más lógico y razonable. Pero no, ¿verdad? Ellos y ellas y sus fondos neutros y sus atuendos azafatiles y sus lagrimales del tamaño de un puto garbanzo cocido.
Yo, aquí donde me tenéis, intento darle una auténtica utilidad a toda esa montaña de desperdicios (mientras estoy entretenido en casa con mis collages de mierda, ni robo ni voy por ahí gritándole a la gente ni arrimando la cebolleta en las Ramblas: si eso no es un claro y rotundo beneficio social comunitario, que baje dios y lo vea).
Así intenté explicárselo a esa buena gente. Antes de poder acabar, ellos volvían con lo mismo: "¿Però per què ho has de tocar, eh?!" Jooooooooooder. Y vuelta a empezar.
De ahí salí indemne, aprox: me insultaron a media voz, me hicieron saber lo muy canalla de mis acciones, alguno hizo el amago de dar un pasito al frente... pero de ahí no pasó. La violencia activa —carnal, mayormente— es el don —propio, legítimo y esponsorizado— del fascismo recalcitrante con sede mesetaria (véase Ciudadanos, PP, las cofradías de la Legión, hooligans católico-apostólicos, true believers celtíberos, etc). El estilo de los autodenominados republicans catalans se basa más en el proceder pasivo-agresivo de un marido que, recientemente paralítico, le pregunta con trágica sorna a su mujer si "hoy también va a quedar con las amigas después del trabajo". Cuidado, que no se me malentienda: siempre agradezco una buena agresión física basada en puddings político-morales mal digeridos. Pero debo reconocer que la perfección del victimismo ha alcanzado con ellos cotas de maestría. Cómo vasculan las miradas, esa justa caída de hombros combinada con una verticalidad marcial digna de los más lujosos postes telefónicos (los de las avenidas grandes, zonas de negocios... esos), la forma en la que combinan sus rictus eminentemente aburguesados con los recientes discursos aprendidos: en definitiva, hematomas de un sistema circulatorio deficitario, para cuya creación no siempre ha sido necesaria la intervención de los Mossos de Escuadra (tan alabados últimamente, y eso que ostentan récords de violencia policial nunca vistos, incluyendo mutilaciones y muertes a base de hostias por turnos: sou la millor pulisía del món, yeah? Twitter dixit).
Camino a casa, resobando mis trofeos —algunos aún húmedos de cola líquida— en el bolsillo de mi parka, no se me escapó el nuevo dato que acababa de adquirir: estas piezas, cuando las exponga, tengo que venderlas más caras de lo habitual.
Quien me conozca, bien lo sabe. Los que no, que lo sepan ya y de primera mano: mi trabajo artístico no vale una MIERDA. Es decir, no es que sea peor, ni mucho menos, que lo que actualmente se expone por ahí. De hecho, aproximadamente un 98% de las exposiciones en galerías y centros de arte son, básicamente, MIERDA. Y esto, por supuesto, no es lo que me molesta: lo que me molesta es que dicha MIERDA no se trate como lo que es, MIERDA.
Lo sé. Soy consciente de que lo que hago es una MIERDA. A veces —muy raramente—, cuando alguien me ha comprado una pieza (quiero decir, de verdad y sin haber sido previamente sobornado por miembros de mi familia que sólo ansían a toda costa verme feliz y realizado), cuando alguien ha pagado por algo mío he estado muchas veces a punto de decirle: por dios, no. Yo no lo haría, así de claro.
Pero justo después de ese pensamiento, siempre me ha asaltado otro (siempre el mismo): joder, lo estoy vendiendo cinco veces más barato de lo que, según los raseros de mis contemporáneos, debiera. Y encima, deshaciéndome en agradecimientos de tuberculoso. Como si el hecho de auto-humillarme fuera incluido en el 100% de mi ganancia, esto es, el 50% del valor de compra (el otro 50%, como se conoce, es ya de por sí la vejación profesional de-estar-ahí, gracias al imperante sistema de galerías y salas de arte. Y eso, en el mejor de los casos).
Pero, de camino a casa, aquel miércoles por la mañana. Ahí vi claro que, dadas las cirsunstancias concretas: lo que viniera debería, necesariamente, asumir y compensar el valor material del riesgo. Vamos, monetizar el filo de la navaja ¿no? Como quien se dedica a explotar a los recolectores de anacardos o percebes frescos. Un trabajo borrascoso ha de ser remunerado en función del grado de exposición al peligro, ¿cierto? Como desactivar bombas, traficar con drogas transatlánticas o prostituirse en rotondas de Murcia.
Esto es, de base, la historia (real) de esta serie que actualmente presento aquí. Pero no es toda la historia. Si llego a físicamente exponer estas obras algún día en algún lugar, desde luego que mi miseria personal imperará sobre el principio económico —sobre cualquier principio, para qué engañarme— previamente impuesto por los hechos mencionados (de nuevo, me venderé baratísimo —en el caso de que alguien quiera comprar, se entiende— y daré las muchas-muchas gracias como un subnormal cuando lo pajean las monjas). Pero, por lo menos, sabré que ha quedado dicho. Aunque nadie lo haya leído.
Putaputaputaputaputaputaputaputaputaputaputaputaputaputaputaputaputaputaputaputaputaputaputaputa
putaputaputaputaputaputaputa
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PD: un último dato pertinente, a propósito del nombre propio de la presente serie. Demokracia Gjithmonë Fiton es una traducción literal (directa de Google Translator) del eslogan de ERC "La Democràcia Sempre Guanya", tal cual del catalán al albanés. Esto se debe a una especie de anti-homenaje al dictador comunista —y genocida amateur— Enver Hoxha. Aunque pudiera parecerlo de entrada, esto no tiene ningún sentido: no pretendo lanzar un mensaje —ni más ni menos— cifrado con ello. Mi elección NO presupone conciencia alguna (sea política o de ninguna otra índole). Por lo tanto, ES SÓLO POR JÖDER. Que quede claro.