Por la presente, declaro:
Yo Ricardo Übeda de Santamaría, natural de Valladolid, a la edad de 33 años clamo por mi derecho a menstruar.
A pesar de la herencia falócrata que precede mi existencia hasta el momento presente, me veo en posición -y, lo que es más importante, en la urgente necesidad- de exigir a la providencia las dotes precisas para tener, como mínimo, un ciclo menstrual al mes. Una regla abundante, con dolores abdominales que me aten de una vez por todas a la tierra. Ser partícipe de ese ritual colectivo que en principio se acota a cal y canto en los dominios exclusivos de la feminidad, condición inherente a toda hembra adulta que no se halle en un estado demasiado avanzado de anorexia.
Soy consciente que esto no va a ser un camino fácil de recorrer, y muchos serán los obstáculos que mis ambiciones tendrán que sortear con toda la pericia que esté en mi mano para llegar finalmente a coronarme en mis objetivos. Para que nadie erre en su juicio ni cometa la equivocación de anticiparse a los pormenores que determinan la legitimidad de dicha empresa, quiero dejar aquí y por escrito algunos particulares que a buen seguro me acercarán a la comprensión y benevolencia de a quien pueda interesar.
Como Ricardo Übeda, natural de Cabo de Gata, mi vida ha transcurrido con una normalidad tan pasmosa como frustrante. Y no ha sido hasta hoy día que he caído en la cuenta de que no es lo que tenía lo que realmente quiero para mí. Os cuento.
No demasiado bueno en los estudios, tan pronto cumplí la mayoría de edad tuve que buscarme un empleo honrado. Si bien la presión familiar no era poca, una vocacional predisposición al sacrificio fue la principal causa de que dirigiera mis intenciones al sector de la construcción. Pasé como encofrador los primeros cuatro años de vida laboral, y durante ese periodo forjé algunas de las amistades que en principio -cruel ironía- habrían de perdurar a lo largo de mi vida, hasta hoy. Rodeado de hombres francamente rudos, embrutecidos y muy poco dados al diálogo, pronto encontré en las peroratas de extrema derecha un refugio adecuado para mis inquietudes de por aquel entonces. Encofrando sin parar, mis amigos y yo no hablábamos de casi nada. Tan solo nos concentrábamos cuando pasaba por nuestra zona una mujer. Independientemente de su aspecto, edad y raza, aunábamos nuestras creatividades para ofenderla lo más posible. Agredíamos con gusto su espacio vital y nos asegurábamos que nuestra intrusión no le resultara indiferente. Le prometíamos la total disponibilidad de nuestros genitales y le comentábamos entre risas cuánto de todo eso sería capaz de gestionar al mismo tiempo. Si la mujer era de raza morena, gustábamos de combinar nuestras referencias a la agresión sexual con insultos que hicieran clara alusión al color de su piel. Si era negra o marrón, la comparábamos con nuestros cagarros y le tirábamos colillas encendidas al pelo. Esto resultaba especialmente edificante si la mujer de raza negra en cuestión iba acompañada de otro negro, a poder ser de sexo masculino. Así las cosas, la coyuntura nos permitía por lo general duplicar la ración de insultos, destinándole al acompañante sendas amenazas en caso de que le diera por hacerse el héroe, mostrándole instrumentos punzantes y haciendo sonidos que intentaban imitar los gruñidos de un mono. Como éramos bastantes y nos mostrábamos muy predispuestos a usar nuestras herramientas de trabajo en su contra, siempre acababan por acelerar el paso y esconderse como ratas en cuanto se les presentaba ocasión. Hasta bastante después de haberlos perdido de vista no parábamos con lo nuestro, siempre con la sana voluntad de aliviar los sinsabores tan propios de nuestro oficio.
No sé si todo esto resulta de alguna forma relevante, porque según lo veo yo, fue al cabo de bastantes años después -durante los cuales no varié demasiado mis actitudes- que empecé a sentir cosas diferentes. Quizás fuera la transición que me llevó de encofrar a ser peón de obra, para luego convertirme en paleta. Cada vez me sentía más lejos de los objetos punzantes, y casi todos los días tenía que llevar a cabo sumas, restas, confección de listas de materiales, albaranes y un largo etcétera de ejercicios que me obligaban a forzar mi intelecto. Mi mente, antaño tan lánguida y aposentada en la comodidad de la no-acción, empezaba a engrasar ciertas partes de su mecanismo que pronto empezaron a llevarme por senderos inóspitos y, por qué no decirlo, angostos. Como paleta, el desnivel ocasionado por la ausencia casi total de ejercicio físico y mi habitual ingesta de alcoholes y alimentos de altos niveles calóricos para pasar el frío dio como resultado una incipiente panza peluda, redonda y dura como una piedra, que no dudó en rebasar por encima la cintura de los pantalones para verse así libre como un pájaro, tensando mis camisas hasta más allá de lo razonable y obligándome a ir con los tres o cuatro últimos botones de la camisa desabrochados. Julián, un chico un poco falto pero con un grandísimo corazón, disfrutaba mucho pintándome en ella caras sonrientes con los rotuladores con los que marcábamos las racholas antes de rebajarlas con la radial.
Viéndome felizmente deformado por mi ascenso en la pirámide social, pronto empecé a detectar carencias en las bases de mi realidad cotidiana, alejándome así de mis compañeros. Paulatinamente dejé de participar en los ataques directos a toda mujer que pasara por delante, y ya no sentía nada cuando le mostraba mi desprecio a la gente morenita. Esto pronto fue detectado por mis entonces iguales, que dejaron escapar el rumor que dentro de mí había algo de maricón de mierda, de soplanucas, de marrana traga-bolas. Yo sabía que no era la homosexualidad lo que empezaba a anidar en mi interior con la irrevocable intención de echar raíces. Ante el temor que les causó mi progresivo cambio de formas, no tardaron en segregarme de malas formas. Empezaron a dejar claros los límites: en cuanto tenían la ocasión, se meaban en mi mochila. Cuando llegaba por la mañana, alguien había puesto algún pequeño roedor muerto dentro de la cavidad de mi casco de seguridad. Aparecieron pintadas en tiza sobre las vallas de contención con mensajes amenazantes y rudimentarios dibujos de una cabeza -técnicamente, un círculo con dos motas a modo de ojos que en teoría debía ser yo- con un par o tres de cipotes a su alrededor. Empezaron a llamarme "Ricardita", e incluso uno me acusó de ser portador del VIH.
Lo extraño del caso es que, en otro momento de mi vida, lo más seguro es que hubiera empezado una pelea o que me hubiera quitado la vida tranquilamente en la unidad sanitaria portátil (cagadero). Pero una de las primeras características detectables de mi nueva situación era que, sorprendentemente, ese tipo de agresiones no me molestaban lo más mínimo. No solo era del todo capaz de obviar sus pueriles manifestaciones de ira irracional, sino que muy pronto empecé a discurrir sobre mi condición de ser sensible, desubicado como un albatros sobre la cubierta de un barco mercante, a la merced de desaprensivos marineros que, siendo incapaces de autocompadecerse por las carencias que tanto los alejaba de cualquier sentimiento verdadero, volcaban sus frustraciones en víctimas practicables, permeables ante el abuso, tapiando con ello la puerta que habría de conducirles a los prados de un conocimiento -más o menos- superior.
A pesar de tener muy clara mi condición de transcendido, tuve que abandonar mi puesto en la obra ya que mi integridad física empezaba a correr peligro. No me despedí, tan solo tomé la decisión y empecé a alejarme. Y mientras lo hacía, cada vez eran más tenues sus increpaciones, que iban desde amenazas directas a tonadillas pretendidamente ofensivas sobre las prácticas sexuales que ellos, sin más prueba que mi desgana a la hora de faltarle el respeto a todo coño con patas, me adjudicaron sin juicio previo ni posibilidad de presentar defensa alguna.
Los años trabajados en la obra dieron su fruto. El patrón, un hombre alejado de las tosquedades que tan propias resultaban en sus subordinados, entendió sin problema que mis opciones en el puesto eran más bien pocas, si no ninguna. Con ningunas ganas de pagarme un ingreso en el hospital con la consecuente demanda por agresiones en el trabajo, tuvo a bien arreglarme los papeles del paro y premiar mi fidelidad a la causa con un finiquito incluso más suculento de lo esperado. "Cuídate ese culo, Ricardo. A ver si un día vas a cagarte encima sin darte cuenta", me dijo a modo de despedida mientras me guiñaba el ojo.
Una vez liberado de ese pesante aspecto de mi vida anterior, tuve tiempo para refugiarme en mi hogar y reflexionar largo y tendido sobre lo que me estaba sucediendo. Largas horas en silencio, pensando, descartando y moldeando ideas, conceptos que pudieran ilustrar a bote pronto las lindes de mi nueva sensibilidad. Tras días y días encerrado en casa, masajeándome los muslos y cerciorándome que mi heterosexualidad seguía ahí sin mácula alguna -para lo que consumí grandes dosis de porno straight por internet-, una tarde de sábado mi cabeza hizo un "click" repentino.
Yo, Ricardo Übeda, natural de Alemania Oriental antes de la caída del muro de Berlín, descubrí entonces que la vida nos tiene deparadas las más variopintas sorpresas, algunas de las cuales nos las brinda coronadas con un bello lazo de regalo y una pegatina de esas que pone "deseo que te guste". Porque lo de mi firme deseo por menstruar (ya digo, como mínimo una vez al mes) ha sido, y ahora puedo verlo, una reacción a la auténtica acción. Una reacción, qué duda cabe, que ha de coronar un proceso de autoliberación feminista que diga "basta" a la represión artística de las mujeres y de los Ricardos Übedas de todo el mundo, naturales de donde sea, que desde tiempos pasados viene imponiéndose a través de un gigantesco glande totalitario y, como mis antiguos compañeros de obra, muy poco dado a la charla cordial. Con esto no quiero decir que quiera librarme de mi pene, ni mucho menos. Aprecio sobremanera mi pene, me encanta tenerlo ahí y usarlo cuando la ocasión lo requiera, sea para orinar o para aliviar tensiones propias de la vida en la ciudad. Pero creo firmemente, y permitidme que haga de esto un manifiesto, que un pene y un ciclo menstrual o dos al mes pueden convivir si hacemos lo propio para que así sea. La comprensión, la poesía, el arte y el amor han de ser los materiales conductores de esa chispa que pronto se convertirá en una llama ilusionada, generosa y creciente. Una luz nueva, llena de ideas en forma de martillos chochones estrellándose sobre los escleróticos cristales salpicados del semen egoísta del discurso único y unidireccional de la expresión artística contemporánea.
Podría, por ejemplo, menstruar por el culo. O por la uretra, si el periodo no viene muy denso: los coágulos podrían suponer un problema de saturación en el conducto, por lo que la cosa podría acabar en un shock tóxico mortal. Menstruar por el culo, por lo pronto, es lo que veo más adecuado. También podría habilitarse la zona del peritoneo para tales efectos, siendo esta una posibilidad estéticamente muy propia y hermanada con las menstruaciones estándar que las mujeres suelen expulsar por sus conchitas.
Pero, permitidme que puntualice primero en los cimientos que me inspiraron para darle un soplo de aire fresco a mi vida. Los aspectos técnicos de cómo y cuando, más tarde.
En mi vida había tenido, básicamente, tres cosas. Porland encementado bajo las uñas, una venda en los ojos y el récord "Bar Nuevo Ecuador" de número de quintos bebidos de un solo trago y seguidos, marca que pulvericé con tan solo 16 años y aún hoy sigue imbatida. Y ninguna de ellas me servía para nada en el nuevo proceso. Mi cambio, tanto a nivel espiritual como práctico, no podía digerir esos pesados cocidos de grasiento convencionalismo. Por lo que, orientando mis sentidos hacia un nuevo norte, permanecí atento a las señales. No se demoraron, y pronto se declamaron ante mí como faros rabiosos resquebrajando con su luminiscencia el torpe manto de oscura ignorancia en el que había sumido mis días y noches hasta ese instante.
Al principio, dudé con severidad de que aquello fueran conceptos con los que yo, de parca educación y evidentes limitaciones provincianas, pudiera lidiar con alguna posibilidad de salir airoso. Pero, qué diablos, me dije. La belleza está ahí para el que quiera apreciarla, y el cuerpo es la mejor herramienta para combatir el obscurantismo estático de lo socialmente impuesto. Así fue como empecé a interesarme por las obras de jóvenes poetisas cuya principal preocupación en la vida era su regla y compartir con sus contemporáneas actitudes disolutas de todo tipo. Libres como un taxi, sus palabras trazaban líneas imaginarias por las que podía yo, Ricardo Übeda (natural azucarado), desplazarme sin tensiones por sus paisajes líricos como quien hace volteretas en las zonas de césped que suele haber en los complejos industriales edificados después de 1970. También descubrí el arte de la performance: mujeres desnudas y gordas dando saltos sobre una lona y gritando cosas sobre su coño, sus tetas, su compromiso con la vanguardia; aceptando de cara, gracias a su liberación incontrolada de estrógenos, que el riesgo de no ser aceptada conlleva a su vez un primer grado de libertad definitiva e irrevocable. Pintando un lienzo en blanco con la poblada mata de pelo que cubría su sexo, la cual había untado generosamente con pintura color rojo arterial.
Yo Ricardo Übeda de Santamaría, natural de Valladolid, a la edad de 33 años clamo por mi derecho a menstruar.
A pesar de la herencia falócrata que precede mi existencia hasta el momento presente, me veo en posición -y, lo que es más importante, en la urgente necesidad- de exigir a la providencia las dotes precisas para tener, como mínimo, un ciclo menstrual al mes. Una regla abundante, con dolores abdominales que me aten de una vez por todas a la tierra. Ser partícipe de ese ritual colectivo que en principio se acota a cal y canto en los dominios exclusivos de la feminidad, condición inherente a toda hembra adulta que no se halle en un estado demasiado avanzado de anorexia.
Soy consciente que esto no va a ser un camino fácil de recorrer, y muchos serán los obstáculos que mis ambiciones tendrán que sortear con toda la pericia que esté en mi mano para llegar finalmente a coronarme en mis objetivos. Para que nadie erre en su juicio ni cometa la equivocación de anticiparse a los pormenores que determinan la legitimidad de dicha empresa, quiero dejar aquí y por escrito algunos particulares que a buen seguro me acercarán a la comprensión y benevolencia de a quien pueda interesar.
Como Ricardo Übeda, natural de Cabo de Gata, mi vida ha transcurrido con una normalidad tan pasmosa como frustrante. Y no ha sido hasta hoy día que he caído en la cuenta de que no es lo que tenía lo que realmente quiero para mí. Os cuento.
No demasiado bueno en los estudios, tan pronto cumplí la mayoría de edad tuve que buscarme un empleo honrado. Si bien la presión familiar no era poca, una vocacional predisposición al sacrificio fue la principal causa de que dirigiera mis intenciones al sector de la construcción. Pasé como encofrador los primeros cuatro años de vida laboral, y durante ese periodo forjé algunas de las amistades que en principio -cruel ironía- habrían de perdurar a lo largo de mi vida, hasta hoy. Rodeado de hombres francamente rudos, embrutecidos y muy poco dados al diálogo, pronto encontré en las peroratas de extrema derecha un refugio adecuado para mis inquietudes de por aquel entonces. Encofrando sin parar, mis amigos y yo no hablábamos de casi nada. Tan solo nos concentrábamos cuando pasaba por nuestra zona una mujer. Independientemente de su aspecto, edad y raza, aunábamos nuestras creatividades para ofenderla lo más posible. Agredíamos con gusto su espacio vital y nos asegurábamos que nuestra intrusión no le resultara indiferente. Le prometíamos la total disponibilidad de nuestros genitales y le comentábamos entre risas cuánto de todo eso sería capaz de gestionar al mismo tiempo. Si la mujer era de raza morena, gustábamos de combinar nuestras referencias a la agresión sexual con insultos que hicieran clara alusión al color de su piel. Si era negra o marrón, la comparábamos con nuestros cagarros y le tirábamos colillas encendidas al pelo. Esto resultaba especialmente edificante si la mujer de raza negra en cuestión iba acompañada de otro negro, a poder ser de sexo masculino. Así las cosas, la coyuntura nos permitía por lo general duplicar la ración de insultos, destinándole al acompañante sendas amenazas en caso de que le diera por hacerse el héroe, mostrándole instrumentos punzantes y haciendo sonidos que intentaban imitar los gruñidos de un mono. Como éramos bastantes y nos mostrábamos muy predispuestos a usar nuestras herramientas de trabajo en su contra, siempre acababan por acelerar el paso y esconderse como ratas en cuanto se les presentaba ocasión. Hasta bastante después de haberlos perdido de vista no parábamos con lo nuestro, siempre con la sana voluntad de aliviar los sinsabores tan propios de nuestro oficio.
No sé si todo esto resulta de alguna forma relevante, porque según lo veo yo, fue al cabo de bastantes años después -durante los cuales no varié demasiado mis actitudes- que empecé a sentir cosas diferentes. Quizás fuera la transición que me llevó de encofrar a ser peón de obra, para luego convertirme en paleta. Cada vez me sentía más lejos de los objetos punzantes, y casi todos los días tenía que llevar a cabo sumas, restas, confección de listas de materiales, albaranes y un largo etcétera de ejercicios que me obligaban a forzar mi intelecto. Mi mente, antaño tan lánguida y aposentada en la comodidad de la no-acción, empezaba a engrasar ciertas partes de su mecanismo que pronto empezaron a llevarme por senderos inóspitos y, por qué no decirlo, angostos. Como paleta, el desnivel ocasionado por la ausencia casi total de ejercicio físico y mi habitual ingesta de alcoholes y alimentos de altos niveles calóricos para pasar el frío dio como resultado una incipiente panza peluda, redonda y dura como una piedra, que no dudó en rebasar por encima la cintura de los pantalones para verse así libre como un pájaro, tensando mis camisas hasta más allá de lo razonable y obligándome a ir con los tres o cuatro últimos botones de la camisa desabrochados. Julián, un chico un poco falto pero con un grandísimo corazón, disfrutaba mucho pintándome en ella caras sonrientes con los rotuladores con los que marcábamos las racholas antes de rebajarlas con la radial.
Viéndome felizmente deformado por mi ascenso en la pirámide social, pronto empecé a detectar carencias en las bases de mi realidad cotidiana, alejándome así de mis compañeros. Paulatinamente dejé de participar en los ataques directos a toda mujer que pasara por delante, y ya no sentía nada cuando le mostraba mi desprecio a la gente morenita. Esto pronto fue detectado por mis entonces iguales, que dejaron escapar el rumor que dentro de mí había algo de maricón de mierda, de soplanucas, de marrana traga-bolas. Yo sabía que no era la homosexualidad lo que empezaba a anidar en mi interior con la irrevocable intención de echar raíces. Ante el temor que les causó mi progresivo cambio de formas, no tardaron en segregarme de malas formas. Empezaron a dejar claros los límites: en cuanto tenían la ocasión, se meaban en mi mochila. Cuando llegaba por la mañana, alguien había puesto algún pequeño roedor muerto dentro de la cavidad de mi casco de seguridad. Aparecieron pintadas en tiza sobre las vallas de contención con mensajes amenazantes y rudimentarios dibujos de una cabeza -técnicamente, un círculo con dos motas a modo de ojos que en teoría debía ser yo- con un par o tres de cipotes a su alrededor. Empezaron a llamarme "Ricardita", e incluso uno me acusó de ser portador del VIH.
Lo extraño del caso es que, en otro momento de mi vida, lo más seguro es que hubiera empezado una pelea o que me hubiera quitado la vida tranquilamente en la unidad sanitaria portátil (cagadero). Pero una de las primeras características detectables de mi nueva situación era que, sorprendentemente, ese tipo de agresiones no me molestaban lo más mínimo. No solo era del todo capaz de obviar sus pueriles manifestaciones de ira irracional, sino que muy pronto empecé a discurrir sobre mi condición de ser sensible, desubicado como un albatros sobre la cubierta de un barco mercante, a la merced de desaprensivos marineros que, siendo incapaces de autocompadecerse por las carencias que tanto los alejaba de cualquier sentimiento verdadero, volcaban sus frustraciones en víctimas practicables, permeables ante el abuso, tapiando con ello la puerta que habría de conducirles a los prados de un conocimiento -más o menos- superior.
A pesar de tener muy clara mi condición de transcendido, tuve que abandonar mi puesto en la obra ya que mi integridad física empezaba a correr peligro. No me despedí, tan solo tomé la decisión y empecé a alejarme. Y mientras lo hacía, cada vez eran más tenues sus increpaciones, que iban desde amenazas directas a tonadillas pretendidamente ofensivas sobre las prácticas sexuales que ellos, sin más prueba que mi desgana a la hora de faltarle el respeto a todo coño con patas, me adjudicaron sin juicio previo ni posibilidad de presentar defensa alguna.
Los años trabajados en la obra dieron su fruto. El patrón, un hombre alejado de las tosquedades que tan propias resultaban en sus subordinados, entendió sin problema que mis opciones en el puesto eran más bien pocas, si no ninguna. Con ningunas ganas de pagarme un ingreso en el hospital con la consecuente demanda por agresiones en el trabajo, tuvo a bien arreglarme los papeles del paro y premiar mi fidelidad a la causa con un finiquito incluso más suculento de lo esperado. "Cuídate ese culo, Ricardo. A ver si un día vas a cagarte encima sin darte cuenta", me dijo a modo de despedida mientras me guiñaba el ojo.
Una vez liberado de ese pesante aspecto de mi vida anterior, tuve tiempo para refugiarme en mi hogar y reflexionar largo y tendido sobre lo que me estaba sucediendo. Largas horas en silencio, pensando, descartando y moldeando ideas, conceptos que pudieran ilustrar a bote pronto las lindes de mi nueva sensibilidad. Tras días y días encerrado en casa, masajeándome los muslos y cerciorándome que mi heterosexualidad seguía ahí sin mácula alguna -para lo que consumí grandes dosis de porno straight por internet-, una tarde de sábado mi cabeza hizo un "click" repentino.
Yo, Ricardo Übeda, natural de Alemania Oriental antes de la caída del muro de Berlín, descubrí entonces que la vida nos tiene deparadas las más variopintas sorpresas, algunas de las cuales nos las brinda coronadas con un bello lazo de regalo y una pegatina de esas que pone "deseo que te guste". Porque lo de mi firme deseo por menstruar (ya digo, como mínimo una vez al mes) ha sido, y ahora puedo verlo, una reacción a la auténtica acción. Una reacción, qué duda cabe, que ha de coronar un proceso de autoliberación feminista que diga "basta" a la represión artística de las mujeres y de los Ricardos Übedas de todo el mundo, naturales de donde sea, que desde tiempos pasados viene imponiéndose a través de un gigantesco glande totalitario y, como mis antiguos compañeros de obra, muy poco dado a la charla cordial. Con esto no quiero decir que quiera librarme de mi pene, ni mucho menos. Aprecio sobremanera mi pene, me encanta tenerlo ahí y usarlo cuando la ocasión lo requiera, sea para orinar o para aliviar tensiones propias de la vida en la ciudad. Pero creo firmemente, y permitidme que haga de esto un manifiesto, que un pene y un ciclo menstrual o dos al mes pueden convivir si hacemos lo propio para que así sea. La comprensión, la poesía, el arte y el amor han de ser los materiales conductores de esa chispa que pronto se convertirá en una llama ilusionada, generosa y creciente. Una luz nueva, llena de ideas en forma de martillos chochones estrellándose sobre los escleróticos cristales salpicados del semen egoísta del discurso único y unidireccional de la expresión artística contemporánea.
Podría, por ejemplo, menstruar por el culo. O por la uretra, si el periodo no viene muy denso: los coágulos podrían suponer un problema de saturación en el conducto, por lo que la cosa podría acabar en un shock tóxico mortal. Menstruar por el culo, por lo pronto, es lo que veo más adecuado. También podría habilitarse la zona del peritoneo para tales efectos, siendo esta una posibilidad estéticamente muy propia y hermanada con las menstruaciones estándar que las mujeres suelen expulsar por sus conchitas.
Pero, permitidme que puntualice primero en los cimientos que me inspiraron para darle un soplo de aire fresco a mi vida. Los aspectos técnicos de cómo y cuando, más tarde.
En mi vida había tenido, básicamente, tres cosas. Porland encementado bajo las uñas, una venda en los ojos y el récord "Bar Nuevo Ecuador" de número de quintos bebidos de un solo trago y seguidos, marca que pulvericé con tan solo 16 años y aún hoy sigue imbatida. Y ninguna de ellas me servía para nada en el nuevo proceso. Mi cambio, tanto a nivel espiritual como práctico, no podía digerir esos pesados cocidos de grasiento convencionalismo. Por lo que, orientando mis sentidos hacia un nuevo norte, permanecí atento a las señales. No se demoraron, y pronto se declamaron ante mí como faros rabiosos resquebrajando con su luminiscencia el torpe manto de oscura ignorancia en el que había sumido mis días y noches hasta ese instante.
Al principio, dudé con severidad de que aquello fueran conceptos con los que yo, de parca educación y evidentes limitaciones provincianas, pudiera lidiar con alguna posibilidad de salir airoso. Pero, qué diablos, me dije. La belleza está ahí para el que quiera apreciarla, y el cuerpo es la mejor herramienta para combatir el obscurantismo estático de lo socialmente impuesto. Así fue como empecé a interesarme por las obras de jóvenes poetisas cuya principal preocupación en la vida era su regla y compartir con sus contemporáneas actitudes disolutas de todo tipo. Libres como un taxi, sus palabras trazaban líneas imaginarias por las que podía yo, Ricardo Übeda (natural azucarado), desplazarme sin tensiones por sus paisajes líricos como quien hace volteretas en las zonas de césped que suele haber en los complejos industriales edificados después de 1970. También descubrí el arte de la performance: mujeres desnudas y gordas dando saltos sobre una lona y gritando cosas sobre su coño, sus tetas, su compromiso con la vanguardia; aceptando de cara, gracias a su liberación incontrolada de estrógenos, que el riesgo de no ser aceptada conlleva a su vez un primer grado de libertad definitiva e irrevocable. Pintando un lienzo en blanco con la poblada mata de pelo que cubría su sexo, la cual había untado generosamente con pintura color rojo arterial.
Sufrí un colapso conceptual. ¿Qué era todo aquello, tan novedoso y extraño, tan arriesgado, transgresor y a la vez congratulante cosa fina? Qué ciego había estado todos aquellos años trabajando en el ladrillo, sordo de ignorancia y dando la espalda a aquello que, por primera vez en la vida, llenaba mi existencia con un tipo de plenitud rayana en el éxtasis. ¡Claro! Era aquello. Utilizar su tupido mocho púbico a modo de pincel, ser consciente de tu propio lugar en el cosmos mientras te embriagas de vino barato y juventud. No necesariamente en contra de los nabos, pero sí tomando posiciones a la hora de escribir las nuevas páginas de la Historia de la Literatura Universal. Dicho esto, y tras incontables horas de indagaciones, pases de vídeos autoproducidos y lecturas on-line de kilómetros de versos clarividentes, decidí tomar cartas en el asunto. Según las conclusiones a las que, tras mucho masticar el tema, llegué con prudencia y paso firme, lo esencial era tener la regla. No necesariamente bollera, no necesariamente practicante de alguna disciplina artística, no necesariamente castrado y operado. La menstruación: su aroma, sus grumos, su forma de arruinar los pantalones blancos ceñidos. Dolor, dolor que nos transporta al principio de toda vida, como el nacimiento o tirarse de cabeza desde un cuarto piso justo sobre la terraza del bar de abajo. Dolor y sangre, pureza y renovación, comprensión y hermandad. Empatía y dejarse crecer tetas si uno quiere. Pero sobre todo eso, dolor y sangre. Con alas o sin alas, normal o extra. Compresas como plantillas del 45, estilo Bigfoot, entre mis piernas como si mi arco del amor fuera el mismísimo tunel del Cadí. Esa humildad, precisamente esa sensación de pisar con los pies en el suelo, es la que me permite decir "eh, estoy aquí y tengo un reglazo que parece que me han degollado un cerdo dentro". Entrar en el baño de señoras, sí, con la cabeza BIEN ALTA: sentarme en la taza, abrir las ancas y despegarme un generoso y tibio pegote cada cuatro o cinco horas, de tres a seis días. Nunca tirarlo a la taza del WC, que se embozan en un periquete y luego no hay dios que lo desatasque. Para eso hay papeleras. Esas papeleras que son templos donde se reúnen a orar los hijos nonatos de una revolución donde la sangre no corre de mano de los muertos, sino de chochas repletas de vida, palpitantes y en edad de merecer. Sin más disparos que los tampones haciendo "plop" como envasados al vacío. Ahí es donde yo quería, donde quiero estar. Con una picha bien estupenda, es cierto: pero no por ello carente de causa.
Yo, Ricardo Übeda, natural de una gasolinera checoslovaca donde mi madre me cagó por error, defiendo mi derecho a tener como mínimo un periodo al mes. Si pueden ser dos, mejor. Pero con uno me basta. Uno que venga bien cargadito, que me haga ser del todo consciente, que me haga cultivar la yerma hectárea que fue mi conciencia. Y entonces, cumplido este primer y decisivo paso (que, como antes apuntaba puede ser por el culo o perforándome un poco el peritoneo con una broca), estaré listo para emprender la ascensión hacia la autorrealización artística. Mentiría si digo que no he probado... cosas. Experimentación, riesgo y discurso: ese es mi lema. He escrito, por ejemplo, unos versos que espero algún día hagan reaccionar a esa masa que aún dormita en el regazo de la falocracia, abrigándose pobremente con el pelusamen. Se titula "DE LA UNI A LA TAZA" y dice tal que así:
Yo, Ricardo Übeda, natural de una gasolinera checoslovaca donde mi madre me cagó por error, defiendo mi derecho a tener como mínimo un periodo al mes. Si pueden ser dos, mejor. Pero con uno me basta. Uno que venga bien cargadito, que me haga ser del todo consciente, que me haga cultivar la yerma hectárea que fue mi conciencia. Y entonces, cumplido este primer y decisivo paso (que, como antes apuntaba puede ser por el culo o perforándome un poco el peritoneo con una broca), estaré listo para emprender la ascensión hacia la autorrealización artística. Mentiría si digo que no he probado... cosas. Experimentación, riesgo y discurso: ese es mi lema. He escrito, por ejemplo, unos versos que espero algún día hagan reaccionar a esa masa que aún dormita en el regazo de la falocracia, abrigándose pobremente con el pelusamen. Se titula "DE LA UNI A LA TAZA" y dice tal que así:
Voy a tope, camino por las calles
(camino, camino, caminooooh)
pensando en mis movidas 2.0
pensando en mis movidas 2.0
los moros me saludan y yo les digo
"sin problema, sin problema"
los skaters van que se las pelan
y noto como me baja el tomate
conciencia de mi bloody rajita,
me pongo piripi day by day,
mis bragas están arruinadas pero contentas.
"sin problema, sin problema"
los skaters van que se las pelan
y noto como me baja el tomate
conciencia de mi bloody rajita,
me pongo piripi day by day,
mis bragas están arruinadas pero contentas.
Está aún por retocar, cierto es que hay cosas aún por pulir. Pero siento que estas son MIS palabras y, eh, ahí las dejo para quien quiera apreciarlas y hacerlas suyas. El arte, cuando carga sobre sus hombros la responsabilidad de una vanguardia donde todos sus integrantes menstrúan, ha de regalarse con el dadivoso sentimiento del que sabe que le sobra y necesita compartir.
También estoy ultimando una performance. Bueno, en realidad viene a ser como una mezcla entre teatro de calle, action-painting y polipoesía super-comprometida. La cosa va de salir en pelotas, así en plan bamboleo, y ponerme a decir muchas veces la palabra "menstruación", con diferentes tonos, poniendo caras de estar terriblemente afectado por el estado de las cosas. Y de mientras, voy untando una tostada integral con lo mío, pero el gesto es como si me estuviera pasando una tarjeta de crédito de punta a punta del cruasán. O sea, que equiparo la fiebre consumista que nos aliena con desayunarse una tosta de tomate frito. Todo esto en la calle, porque creo que no puedo confinarme a las limitaciones burguesas de una sala acondicionada. Si la cosa va de hacerlo crudo, pues que sea crudo. Pero bueno, esto también está a medio crear, por lo pronto marco las líneas esquemáticas y luego voy poniéndole los detalles y las cosas. Quizás unos sin-techo haciendo los coros y palmándola por turnos, no sé.
Pero para que todo esto sea REAL, necesito poder menstruar para poder seguir avanzando ahora que estoy descubriéndome como el verdadero Ricardo Übeda que soy, ese Ricardo natural-natural, de toda la vida, pero que ahora sabe de qué va la película. Lo tengo clarísimo, así soy. Así que si alguien puede ayudarme, por favor que me lo haga saber. Estoy abierto a sugerencias, y muy pronto estaré también abierto al amor. Y quién sabe, si encuentro a la persona indicada, lo mismo me quedo embarazado.