domingo, 16 de diciembre de 2012

HABLEMOS DE COSAS BELLAS



"The Guardian". Rotuladores sobre papel. 21x29cm.


Es difícil no hablar de dinero. También lo es verte por ahí un buen día delante de todos como un avestruz sudoroso y torpe en el centro de esta ciudad. Pidiendo auxilio como lo haría un avestruz, dando igual e incluso peor. Pero es más difícil no hablar de dinero.

Es difícil no ver en el dinero cosas maravillosas per se; no me siento en absoluto tentado de hablar mal del dinero. Es muy fácil hablar mal del dinero, y es aún más fácil no tenerlo. No veo nada desagradable en el dinero, por lo que me es difícil no hablar de él. Y esto es porque, como sabréis, me dedico al negocio de la belleza. Todo lo que es hermoso me concierne, incluido el dinero. Sobretodo eso, el dinero.

Los billetes son incluso mejor, más majestuosos y simétricos que las monedas. Que no se me mal entienda: no estoy refiriéndome a los proverbiales valores preestablecidos del dinero. Todos los billetes son igual de hermosos y pueden ser amados y reverenciados por igual independientemente a su valor preestablecido. Es difícil no hablar de los valores preestablecidos, pero haremos un esfuerzo.

Hablo de eso que irradian las cosas bien pensadas. El dinero, algunos monumentos, las nuevas playas... Gozan de cierta ventaja respecto a otros particulares de proyecciones más sutiles, laterales y ténues. La gente que visita París, por ejemplo, prefiere fotografiarse bajo la Torre Eiffel que posando a las puertas de un concesionario de coches de segunda mano situado en un punto cualquiera a las afueras de la ciudad. Y prefieren hacerlo con dinero en el bolsillo. Hablo de esa ventaja que hace mucho más hermoso a los ojos de cualquiera un ingente fajo de billetes que un tramo específico de cableado provisional o, sin ir más lejos, una jeringuilla abandonada cerca de un jardín de infancia.
El ejemplo del cableado provisional, si bien resulta paradigmático (por razones que ahora no vienen al caso), es en realidad uno de muchos. Hay muchos. Una infinidad de ejemplos. Es casi enfermizo. A veces, tener que estar continuamente pendiente de todos esos focos de bellezas discretas -nominarlas, catalogarlas, manosearlas si se tercia-, es más tarea de un vigilante que el oficio de uno de los muchos integrantes que configuramos las centurias de a pie.

Es difícil reconocer que, cuando uno no tiene dinero, se levanta mucho más triste por la mañana. Y viceversa. Es fácil darse cuenta que es difícil encontrar una hermosura estética equiparable en lo que normalmente nos rodea y no es propiamente dinero. Las baldosas nunca podrán ser tan visualmente plenas como lo es un billete recién impreso. Incluso los billetes muy usados, con rastros de sangre en los bordes y desfigurados por el roce, son naturalmente más lindos que el pan carbonizado, los pelos enredados en el desagüe y las marcas de nudillos en la pared. Y no es que no sea ciertamente bonito romperse la mano contra la pared o untar con mantequilla rancia todo ese pan mohoso que no te atreviste a desechar. No cabe duda que esas cosas son, a su manera, portadoras de una belleza en absoluto desdeñable. Pero, hagámonos una pregunta e intentemos ser honestos: ¿cuántas manos deberías romperte contra el estucado para llegar a la armonía inherente en un montículo de billetes de curso legal sobre la mesa del comedor? Pensemos en esa mesa, sin ir más lejos. Y comparad mentalmente la imagen de esa mesa sin nada encima con la imagen de la misma mesa luciendo sobre ella un castillo de fajos de billetes formando una pirámide escalonada, tipo Maya. Es fácil darse cuenta que, si uno no cuenta con fuentes de hermosura de primer orden, es difícil sumar una cantidad similar de belleza acumulando los aportes de realidades menos dotadas. Y, aunque esto se lograra, nunca sería lo mismo. Es como comparar unos pulmones enteros con dos globos de colores pegados a una pajita. París solo tiene una Torre Eiffel, y sin embargo los concesionarios de coches de segunda mano pueden contarse a cientos, quizás miles. Pero, ¿qué es lo que busca la gente? La gente quiere que el torrente estético venga de los mínimos propulsores posibles, consiguiendo así que el imput recibido resulte lo más creíble, sólido y consecuente posible. Y es por eso que, tanto en las postales que se mandan a los familiares como en las formas de los objetos de recuerdo que uno compra cuando va a París sea más frecuente reconocer en ellos la forma de la Torre Eiffel que cualquiera de los perfiles arquitectónicos que se gastan los dichosos concesionarios de coches de segunda mano. Que nadie se lleve a engaño: la gente no es idiota, y sabe diferenciar cuando algo es pura sangre de cuando es un quiero-y-no-puedo. 

Es difícil reconocer y hacerse cargo que pudiera ser que los tiempos pasados fueran mejores. Lógicamente, somos fanáticos de nuestro presente. Hecho que fue siempre deja ese sabor en la boca de haber dejado escapar algo. Estás aquí abajo, totalmente en presente. Eso es difícil. Pero es fácil darse cuenta que todo sería peor si las playas hubieran seguido como siempre, desordenadas e irregulares, cubiertas de arena poco práctica y orillas atestadas de socavones. Siempre hay belleza en los ojos de quien quiere buscarla; la belleza es parte de un todo que depende precisamente de la cooperación de todas sus partes para funcionar como es debido. Afortunadamente, el dinero sigue dándonos la oportunidad de conocer la auténtica armonía, pues es su forma y su ligereza estructural la que nos permite diferenciar las calidades de los bultos que se acumulan como racimos de grasa alrededor de nuestros cuellos. Antes, nuestro dinero era más hermoso, más humano. Más renacentista. Había una preocupación por recuperar referencias, trabajar la fisionomía e incluir en ellos una lectura poliédrica capaz de hablarnos de perspectiva histórica, filosofía clásica y simetrías faciales. Es fácil recordar nuestros billetes de antes, en los que pioneros de electrizantes trascendencias nos recordaban que la auténtica belleza -siempre y cuando partamos de los ideales clásicos- deviene del propio ser humano. Y de algunos más que de otros.
Actualmente, nuestros billetes son básicamente racionalistas y evocan naturalezas muertas. Aún así, siguen siendo infinitamente más bellos que un escape de gas o una bisagra recién engrasada.

Es difícil matar a una vaca a puñetazos. Como también lo es que te vuelva a crecer una pierna una vez ha sido amputada. Pero debemos buscar siempre en nuestros corazones, porque es ahí donde el dinero, algunos monumentos y las nuevas playas generalmente encuentran ese cálido reflejo con el que se inician diálogos fértiles y responsables. Fértiles, porque cundirá el ejemplo: así es como avanzan las civilizaciones. Y responsables, porque está en nuestra mano preservar la belleza en su forma más pura, evitando que se contamine con efluvios provenientes de bellezas secundarias. Las bellezas secundarias son envidiosas, eclécticas y normalmente irregulares. La necrosis, las paredes de pladur que separan los departamentos de cualquier oficina de gran tamaño y los setos mal podados son ejemplos claros de bellezas secundarias. No necesariamente viles, pero siempre inquietantes. 
El dinero nos enseña, de la misma forma que lo hacen algunos monumentos y la mayoría de las nuevas playas, que siempre puedes probar de matar a una vaca a puñetazos. Si nuestra voluntad estética es sincera, buscaremos esencias paralelas, arquetipos portadores de fórmulas maestras. No te conformes: si te han amputado una pierna porque has tenido un gravísimo accidente de moto y ha sido imposible reparar el daño, usa lo que queda de tu pierna amputada para golpear a la vaca. Es fácil. Primero por un lado, luego por el otro. Hay que desangrarla por el hocico. De nada sirve golpearle el abdomen. Hay que incidir en el hocico de la vaca. Eso es lo que uno aprende tras unos cuantos años trajinando con la hermosura. Os puedo prometer que algo crece dentro de ti, una luz o lo que sea, cuando la vaca cae al suelo como un peso muerto y automáticamente piensas en dinero. Billetes, cientos de ellos, acariciándote sin egoísmos ni tramas encubiertas. Te están diciendo "estamos aquí, puedes parar de golpearle el hocico a la vaca". Lo tienes: el corazón en un puño, un corajoso monumento al fondo y un paseo colindado de palmeras que te conduce a una playa recién reconstruida, recta como la hoja de una espada, llena de gente que ha aprendido a no juzgar a una infección cuando se conoce que es sincera. Veraneantes a los que no le va a importar que ese muñón ennegrecido que ya empieza a saturarse de pus sea la causa de una muerte agonizante e indeciblemente dolorosa. Eso, eso es precisamente la belleza. Esa es la llave. Es pureza. Porque incluso el pus será limpio entonces. Sol y buen tiempo para los restos.

Es difícil evitar licencias poéticas como la incluida en el párrafo anterior cuando se habla del tema presente. Sin embargo, es mucho más fácil entenderlo a partir de la experiencia pragmática, por lo que es sumamente importante tener dinero. Sobre todo billetes, aunque las monedas sean un complemento ineludible para completar el marco irisado de la armonía propia de las cosas bien pensadas. Dicho esto, solo queda añadir que tenemos a la disposición de quien la requiera una completísima lista de casos perdidos y objetos falsarios que poco o nada tienen que ver con el dinero. Personalmente, recomiendo la incrustación de dicha lista en el inconsciente colectivo de nuestros jóvenes, ya que de entre sus filas surgirán los próximos responsables encargados de que la belleza no se pierda, se disipe o se pervierta. Jóvenes que, si bien ahora solo pueden preocuparse de no eyacular sobre la sopa y de diferenciar -no sin ciertas dificultades- el jugoso y frágil hocico de una vaca de un accidente múltiple en autopista con cuatro muertos y diez heridos, serán algún día los encargados de proteger la simetría de las grandes fortunas y de los monumentos que vendrán, para celebrar con su magnificencia los pormenores de una civilización con cada vez menos cableados provisionales, portadores de repulsivas asimetrías y, lo que es peor, a la vista de cualquiera.