A modo de preludio: nunca olvidaré aquel día. Viernes por la tarde (creo recordar que era otoño), deambulando con mi señora por el barrio de Gràcia, sin demasiadas pretensiones bajo la manga, felices ambos de no tener un rumbo concreto al que atenernos (circunstancia que suele afianzarse en momentos de particular relajación espiritual). Distendidos, viéndolas venir. A todo esto que, por alguna razón que no recuerdo, decidimos entrar en un establecimiento de la cadena DeliShop (el cual, por cierto, ya no existe como tal: nunca sabré si lo que viene a continuación tuvo que ver en ello, aunque yo prefiero pensar que sí, que algo hubo y vive dios que los dos fuimos testigos de primera mano).
El caso: pasamos, hacemos un recorrido lógico en forma de U, señalamos algunos productos con el dedo mientras comentamos en voz baja la dudosa necesidad de adquirirlos, y con todo ello nos declaramos automáticamente como "clientes indecisos" de potencial mediano. Razón, al parecer, más que suficiente para que la dependienta que en aquel momento trabajaba allí se nos acercara con la prístina intención de "ayudarnos en algo".
Mi señora y yo, ociosos como nos hallábamos en aquel viernes por la tarde, tuvimos a bien darle —moderado— pie a aquella dependienta para que pudiera desplegar a discreción toda su cresta comercial, entendiendo por nuestra parte que no había en ello más que un mero formalismo muy habitual en estos casos (tiendas especializadas en productos prescindibles y con precios por encima de la media = presunto trato personalizado). Es más: me suena que incluso llegamos a no descartar la posibilidad inicial de obtener algún tipo de información útil. Pudiera haber sido que, gracias a esas atenciones de comercio de postín, descubriéramos una nueva forma de entender los canapés. Aceitunas alucinógenas, patés metalizados, patatas de carne roja, venas al ajillo o pinchitos ahumados de globos oculares con los que sorprender a tus más conspícuos invitados.
Entonces fue cuando la cosa empezó a torcerse.
Aquella dependienta, sigo creyéndolo firmemente, adolecía de algún tipo de desequilibrio psicológico low profile, pero desequilibrio al fin y al cabo: destellos estroboscópicos de quiebro, una mirada astillada e inusitadamente enrojecida que evidenciaba una falta flagrante del más mínimo pilotaje interior. Todo ello, combinado con un apasionamiento completamente fuera de lugar, mucho más inquietante que corajoso; un discurso casi conspiranoide, afectado de un insólito tono clandestino (más propio de los entremuros de un gulag que de una tienda de productos gourmet low cost) lacerado por unas inexplicables bajadas de voz por su parte (así, como si nos estuviera contado un gran secreto o a punto de revelar un dato particularmente conflictivo a la par que trascendental). Y, claro: todo bajo un paraguas argumental esencialmente basado en los ires y venires de la nueva gama de productos DeliShop.
Daba miedo. Y pena, claro. Pero sobre todo miedo.
Nunca olvidaré aquel día, cuando aquella pobre diabla con la cabeza claramente jodida nos cogió a ambos de la mano, se nos acercó con la mirada fija y, tras cuatro segundos de un muy incómodo silencio, nos susurró a media voz: "están pasando cosas". Y luego, nos juró por lo más sagrado que una de sus mayonesas en stock había ocupado —gracias a una serie de méritos propios que "nos aconsejaba descubrir personalmente"— una página completa del Wallpaper Magazine. Tócate los huevos.
"Están pasando cosas". Como si en diez minutos fuera a estallar un golpe de estado capitaneado por enanos explosivos. Como si alguien hubiera llenado aquella misma tarde de mercurio los depósitos de agua municipales. La antesala de un clímax eminentemente chungo, a la par que emocionante de cojones. Y, lo peor de todo: pronunciado con un convencimiento colindante al fanatismo que, desde luego, no podía ser sano.
"Están pasando cosas". Y tardó en soltarnos. Tal y como lo recuerdo, fueron momentos muy densos: mi señora y yo queríamos estar en cualquier otra parte. Lejos de aquella persona. Fuera de su radio de acción, de la onda expansiva de sus cremas de anchoas atomizadas y sus miasmas de mayonesas worldwide.
Nunca volvimos. Pero una parte de nosotros se quedó ahí, atrapada en una maraña de delirios gástricos en perpetua digestión. Y de la misma forma, algo se vino con nosotros, se nos adhirió, nunca nos ha abandonado del todo. Maldito sea mil veces aquel viernes, un día en el que estaban pasando cosas y que, como ya he dicho, nunca olvidaré.
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Bajo el lema "Están pasando cosas" inicio hoy una saga de eventos que me conciernen y que, por alguna razón que soy incapaz de verbalizar lógicamente, tengo a bien dar noticia de ellos. Porque se trata de eso, justamente: "Están pasando cosas".
Y la primera viene en forma de cassette: un split C-49 bien majete que ha visto la luz en colaboración con mi maximum tete Sebastià Jovani (firmando en la presente bajo el AKA de Èdipalstròpics).
Toda la info necesaria, en el flyer que abre esta publicación.
APORTANDO SIEMPRE.