De mis tiempos universitarios (los cuales, dicho quede, no fueron ni de lejos los mejores de mi vida), recuerdo con especial viveza la figura de uno de mis más queridos profesores. Roberto, se llamaba. Arturo. Roberto Arturo Puente.
Lo recuerdo perfectamente. Cuando pienso en ello, parece que fuera ayer que Elisa (así lo llamábamos a veces) entraba por la puerta de abajo con pasitos lentos, casi de mujer oriental tonta. Entraba y, nada más sentarse frente a esa mesa de presunto roble que le adjudicaba su derecho a cátedra, empezaba la clase siempre de la misma manera:
—Buenos días. Soy el profesor Guillermo Tercero del Sotomayor III, en total seis. Y estoy aquí (presente) para impartir un poco de justicia. Si ustedes me lo permiten, claro está.
A veces se lo permitíamos, a veces no. No me enorgullezco de ello, pero en según qué momento formé parte de grupúsculos revoltosos en su detrimento. Así mismo, he de reconocer que el profesor Heinrich podía llegar a ser francamente maleducado si se lo proponía. Nunca supimos con certeza la causa (o causas) que le llevaban a mostrar tal ingratitud para con nosotros, pero el caso es que a veces la cosa se le iba un poco de las manos. Mucha hostilidad. A mí me gustaba, debo decir. A mí nunca me pasó nada grave. Y, para qué negarlo, siempre disfrutaba de mirar.
El profesor Yulifero-del-Palmo era, sin duda, un ente eminentemente sensible. Repito, lo recuerdo perfectamente TODO, hasta el último detalle, por insignificante que fuera. Si por algo se caracterizaron aquellos años en la escuela de Formación Profesional de Administración y Secretariado, eso fueron todos los momentos inolvidables que nos brindó aquella simiesca señora de la limpieza, de raza difusa y divertidísimo acento. Su violencia era… ¿cómo decirlo? Impostada. Casi de broma. Allá donde solía impartir clase eran zonas de descampado, los pupitres infestados y el olor penetrante del barniz chorreando por entre las piernas de todas aquellas cariátides (material masturbatorio de primera categoría), mientras iban pasando todos aquellos señores de mirada perdida y en fila india. Nuestro profesor, permanentemente enclaustrado en su pulmón de acero, nos decía en voz alta desde su casa en Vilafranca del Penedés:
—¿Dónde vaaas, pedazo de guarra? ESO, abandóname y vete a que otro te dé lo que yo no puedo darte. ¡Sal por esa puerta, zorra! ¡Sal, si tienes lo que hay que tener! ¡Zorra, más que zorra! ¡Ahí te atropellen, cerda, y te postren de por vida! En mala hora te parieron, cochina DE MIEEEEERDA.
"Ingrata", nos llamaba. A todos. El aula entera se estremecía ante aquellas muestras de cáustica debilidad humana, drama puro.
Es increíble lo mucho que la memoria se parece a los medios de reproducción modernos. Si bien la definición analógica de mis recuerdos ha perdido, con el paso del tiempo y la incursión de nuevas tecnologías, esa lucidez primigenia que por aquel entonces tan imponente e insuperable me parecía: el cincelado perfil de nuestro profesor, a pesar de toda aquella ingobernable mata de pelo frito y lo exageradamente prominente de su hocico, me resultaba más solemne que cualquier padre.
En mi vida, he conocido a miles. Millones de padres. Padres de todo tipo: grandes, pequeños, mudos, ausentes, fumadores, de dos y tres colores. Padres explosivos, de goma, de bolsillo, comestibles y adhesivos. Padres nuestros, muertos, nonatos e incluso reflectantes (particularmente útiles en los accidentes de carretera). Padres como para levantar una muralla de padres. Y creedme si os digo que aquel profesor, aún y cuando tenía que ausentarse de clase para vender su blando cuerpo en ciertos tugurios colonialistas de las Nuevas Indias, proyectaba sobre nosotros una sombra absoluta, libre de toda duda y, por encima de todo, terroríficamente solemne. Parecía un meteorito gordo, tal cual.
Me gustaría pensar que TODO el mundo ha ido a la universidad en algún momento de su vida. Soy así, qué le voy a hacer: para mí, TODO el mundo es bueno a priori. Quizá se deba a lo profundo del surco marcado por los arados de aquel profesor, un travesti de la edad media que llevaba muerto más de seiscientos años. No es que su asignatura me importara demasiado —fue en cuarto año, seis meses antes de que estallara la Primera Guerra Mundial: su tutoría, por aquel entonces, era una de las más relevantes dentro de la carrera de Informática—, pero era la elección de sus palabras, los golpes sobre la mesa a puño cerrado, días enteros sin ver la luz del sol. Desde luego, si de algo estoy convencido es de que todo el mundo debería ser universitario. Una o varias veces, eso dependerá de las ganas de abrirse a los demás.
Aquel profesor logró ver a través de nuestras necesidades, e hizo lo que fue de menester para ponernos en solfa: nos enseñó a cavar hoyos en la tierra valiéndonos tan solo de nuestras patas delanteras y a tirarnos delante de los coches indicados para cobrar el seguro. Obró en consecuencia. Nos enseñó a ser valientes y a cobrar el PIRMI mientras sometíamos a nuestros familiares cercanos a un infierno en vida plagado de sinsabores y sufrimientos deliberadamente provocados. Nos mostró cómo rondar por los sitios, ya fueran lavabos de bibliotecas públicas o cunetas quasiinaccesibles llenas de mamíferos pequeños (en su mayoría roedores): nos enseñó cómo hacerlo con dignidad. Abrió con sus dedos de recién nacido las puertas mismas de la entelequia, y delante de todos insultó al conserje como nadie nunca lo había hecho antes. Aquel hombre, por muy profesor de universidad que fuera, era mayormente un montañés de corazón.
¿Padres? Lo que sea. Lo sé TODO. Y no, puede que aquel profesor no fuera más que una mancha de aceite lubricante yaciendo en algún recoveco perdido de un parking privado de Moratalaz. Y sí, puede que bajo tierra. Los parkings suelen estar bajo tierra. Algunos, otros no. A lo que yo digo: ¿qué más dará? Incluso un gigantesco espacio inanimado puede ir a la universidad. De eso, precisamente, se trataba: TODO debe recibir una educación universitaria como dios manda. Parkings, llanuras, boîtes, paseos marítimos y narcosalas de este mundo y parte del otro. Una o varias veces, eso dependerá del optimismo de aquellos que limpian los restos.
Lo recuerdo como si fuera ayer. Yo corría, las ramas me arañaban las mejillas. Mi vestido de boda —sucio como una mierda— resultó ser demasiado victoriano, por lo que me hacía tropezar como si estuviera borracha. Tardé más de diez años, y eso que mi primer período había sido justo aquel mismo mes. Respirar a través del cristal, las patadas desde dentro del vientre, los enanos y las falsas bandejas de bombones. TODO, con exactitud cinematográfica; proyectado sobre la cal que recubre los entremuros de mi palacio mental. De mientras, yo en mi alcoba no cejo en mi misión de cepillar al máximo mi rubia y larga melena de putón, grabándome en televisión, a la espera de una nueva, puede que última lección —vital, claro está— que me aliente en el siguiente paso hacia el Abismo. De apellido bretón, acabado en -eau.