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martes, 3 de mayo de 2016

APUNTES SOBRE MI PROFESOR DE UNIVERSIDAD



De mis tiempos universitarios (los cuales, dicho quede, no fueron ni de lejos los mejores de mi vida), recuerdo con especial viveza la figura de uno de mis más queridos profesores. Roberto, se llamaba. Arturo. Roberto Arturo Puente.

Lo recuerdo perfectamente. Cuando pienso en ello, parece que fuera ayer que Elisa (así lo llamábamos a veces) entraba por la puerta de abajo con pasitos lentos, casi de mujer oriental tonta. Entraba y, nada más sentarse frente a esa mesa de presunto roble que le adjudicaba su derecho a cátedra, empezaba la clase siempre de la misma manera:

—Buenos días. Soy el profesor Guillermo Tercero del Sotomayor III, en total seis. Y estoy aquí (presente) para impartir un poco de justicia. Si ustedes me lo permiten, claro está.

A veces se lo permitíamos, a veces no. No me enorgullezco de ello, pero en según qué momento formé parte de grupúsculos revoltosos en su detrimento. Así mismo, he de reconocer que el profesor Heinrich podía llegar a ser francamente maleducado si se lo proponía. Nunca supimos con certeza la causa (o causas) que le llevaban a mostrar tal ingratitud para con nosotros, pero el caso es que a veces la cosa se le iba un poco de las manos. Mucha hostilidad. A mí me gustaba, debo decir. A mí nunca me pasó nada grave. Y, para qué negarlo, siempre disfrutaba de mirar.

El profesor Yulifero-del-Palmo era, sin duda, un ente eminentemente sensible. Repito, lo recuerdo perfectamente TODO, hasta el último detalle, por insignificante que fuera. Si por algo se caracterizaron aquellos años en la escuela de Formación Profesional de Administración y Secretariado, eso fueron todos los momentos inolvidables que nos brindó aquella simiesca señora de la limpieza, de raza difusa y divertidísimo acento. Su violencia era… ¿cómo decirlo? Impostada. Casi de broma. Allá donde solía impartir clase eran zonas de descampado, los pupitres infestados y el olor penetrante del barniz chorreando por entre las piernas de todas aquellas cariátides (material masturbatorio de primera categoría), mientras iban pasando todos aquellos señores de mirada perdida y en fila india. Nuestro profesor, permanentemente enclaustrado en su pulmón de acero, nos decía en voz alta desde su casa en Vilafranca del Penedés:

—¿Dónde vaaas, pedazo de guarra? ESO, abandóname y vete a que otro te dé lo que yo no puedo darte. ¡Sal por esa puerta, zorra! ¡Sal, si tienes lo que hay que tener! ¡Zorra, más que zorra! ¡Ahí te atropellen, cerda, y te postren de por vida! En mala hora te parieron, cochina DE MIEEEEERDA.

"Ingrata", nos llamaba. A todos. El aula entera se estremecía ante aquellas muestras de cáustica debilidad humana, drama puro.
      Es increíble lo mucho que la memoria se parece a los medios de reproducción modernos. Si bien la definición analógica de mis recuerdos ha perdido, con el paso del tiempo y la incursión de nuevas tecnologías, esa lucidez primigenia que por aquel entonces tan imponente e insuperable me parecía: el cincelado perfil de nuestro profesor, a pesar de toda aquella ingobernable mata de pelo frito y lo exageradamente prominente de su hocico, me resultaba más solemne que cualquier padre.

En mi vida, he conocido a miles. Millones de padres. Padres de todo tipo: grandes, pequeños, mudos, ausentes, fumadores, de dos y tres colores. Padres explosivos, de goma, de bolsillo, comestibles y adhesivos. Padres nuestros, muertos, nonatos e incluso reflectantes (particularmente útiles en los accidentes de carretera). Padres como para levantar una muralla de padres. Y creedme si os digo que aquel profesor, aún y cuando tenía que ausentarse de clase para vender su blando cuerpo en ciertos tugurios colonialistas de las Nuevas Indias, proyectaba sobre nosotros una sombra absoluta, libre de toda duda y, por encima de todo, terroríficamente solemne. Parecía un meteorito gordo, tal cual.

Me gustaría pensar que TODO el mundo ha ido a la universidad en algún momento de su vida. Soy así, qué le voy a hacer: para mí, TODO el mundo es bueno a priori. Quizá se deba a lo profundo del surco marcado por los arados de aquel profesor, un travesti de la edad media que llevaba muerto más de seiscientos años. No es que su asignatura me importara demasiado —fue en cuarto año, seis meses antes de que estallara la Primera Guerra Mundial: su tutoría, por aquel entonces, era una de las más relevantes dentro de la carrera de Informática—, pero era la elección de sus palabras, los golpes sobre la mesa a puño cerrado, días enteros sin ver la luz del sol. Desde luego, si de algo estoy convencido es de que todo el mundo debería ser universitario. Una o varias veces, eso dependerá de las ganas de abrirse a los demás.

Aquel profesor logró ver a través de nuestras necesidades, e hizo lo que fue de menester para ponernos en solfa: nos enseñó a cavar hoyos en la tierra valiéndonos tan solo de nuestras patas delanteras y a tirarnos delante de los coches indicados para cobrar el seguro. Obró en consecuencia. Nos enseñó a ser valientes y a cobrar el PIRMI mientras sometíamos a nuestros familiares cercanos a un infierno en vida plagado de sinsabores y sufrimientos deliberadamente provocados. Nos mostró cómo rondar por los sitios, ya fueran lavabos de bibliotecas públicas o cunetas quasiinaccesibles llenas de mamíferos pequeños (en su mayoría roedores): nos enseñó cómo hacerlo con dignidad. Abrió con sus dedos de recién nacido las puertas mismas de la entelequia, y delante de todos insultó al conserje como nadie nunca lo había hecho antes. Aquel hombre, por muy profesor de universidad que fuera, era mayormente un montañés de corazón.

¿Padres? Lo que sea. Lo sé TODO. Y no, puede que aquel profesor no fuera más que una mancha de aceite lubricante yaciendo en algún recoveco perdido de un parking privado de Moratalaz. Y sí, puede que bajo tierra. Los parkings suelen estar bajo tierra. Algunos, otros no. A lo que yo digo: ¿qué más dará? Incluso un gigantesco espacio inanimado puede ir a la universidad. De eso, precisamente, se trataba: TODO debe recibir una educación universitaria como dios manda. Parkings, llanuras, boîtes, paseos marítimos y narcosalas de este mundo y parte del otro. Una o varias veces, eso dependerá del optimismo de aquellos que limpian los restos.

Lo recuerdo como si fuera ayer. Yo corría, las ramas me arañaban las mejillas. Mi vestido de boda —sucio como una mierda— resultó ser demasiado victoriano, por lo que me hacía tropezar como si estuviera borracha. Tardé más de diez años, y eso que mi primer período había sido justo aquel mismo mes. Respirar a través del cristal, las patadas desde dentro del vientre, los enanos y las falsas bandejas de bombones. TODO, con exactitud cinematográfica; proyectado sobre la cal que recubre los entremuros de mi palacio mental. De mientras, yo en mi alcoba no cejo en mi misión de cepillar al máximo mi rubia y larga melena de putón, grabándome en televisión, a la espera de una nueva, puede que última lección —vital, claro está— que me aliente en el siguiente paso hacia el Abismo. De apellido bretón, acabado en -eau.





domingo, 18 de enero de 2015

SOBRE LA CAPACIDAD DE AMAR Y SER AMADOS





A veces, nuestra capacidad de amar —y ser amados— puede transformarse en una pequeña bola de grasa negra.

Es importante, tanto para uno mismo como para los demás, tener MUY claro que el amor (a diferencia de las drogas duras, las bicicletas elípticas, los foulards y los rotuladores permanentes) es ESO y nunca otra cosa, es lo que precisamente ha de salvarnos de las drogas duras y/o las bicicletas elípticas, de llevar foulard en público y/o volvernos adictos al aroma que desprenden las puntas de algunos rotuladores permanentes (que, como todos sabemos, no vienen de donde dicen ellos que vienen). Nuestra capacidad para "darnos al completo", de forma desinteresada y con la actitud propia de quien vive en una primavera permanente: eso, entre otras cosas, es amar.
      La predisposición, como en todo, es importante. De ahí proviene la capacidad. Cuanto más predispuestos nos hallemos, más ampliamente se desplegará el espectro de nuestra capacidad.

Pero, a veces —y nada tiene que ver que uno esté limpio por dentro o se vea de pronto atenazado por una jauría de dudas razonables o que pierda por completo la memoria tras una caída seria—, a veces nuestra capacidad de amar y ser amados puede transformarse en una pequeña bola de grasa negra, palpitante, caliente, viscosa, de tacto mórbido y que, además, flota.

Al principio, puede que incluso llegue a caer simpática. Como cuando uno ve a un perro de otra persona hacer cosas de buen perro, y de pronto ese perro se acerca a uno como si se conocieran de toda la vida, pero no. Dicha bola de grasa negra, dado que (parece que) respira y en su pálpito podemos reconocer ese hálito de vida tan propio de seres que bombean, puede llegar a "sensibilizarnos" en éste nuestro momento más flaco. Sin razón aparente, nuestra capacidad de amar y ser amados se ha desprendido de nosotros como si fuera un tumor líquido que, por un proceso parecido al de la osmosis, ha conseguido filtrarse de dentro hacia fuera como si nuestra carne y piel fueran una rejilla o un colador. Cuando esto está pasando, el espectáculo es francamente REPUGNANTE. Uno siente como si le hubieran arrancado de dentro algo harto importante, un órgano vital más relacionado con el alma que con cualquier armazón carnal.
    Pero, sin embargo, al verla ahí respirando y palpitando y haciendo como que nos mira a pesar de no tener ojos ni nada que se le parezca, puede llegar a despertar en nosotros un sentimiento de condescendencia. Cosa que NO, NO NOS CONVIENE EN ABSOLUTO.

Pronto uno descubre por qué: esa pequeña bola de grasa negra, opaca, brillante como si la hubieran barnizado con vaselina en gel, así tan adorable y gelatinosa como se nos muestra, no tardará en empezar a devanear violenta y aleatoriamente a nuestro alrededor. Está buscando una salida. Y eso, amigo mío, es porque TE ODIA. Le caes fatal, has de saberlo desde el principio. A partir de aquí, todo gesto afable que puedas percibir de esa bola de grasa negra es, sin duda, un truco malintencionado para hacerte bajar la guardia. Porque uno, tan pronto como se ve privado de la capacidad de amar y ser amado —y, para más inri, dicha capacidad se materializa en un histérico grumo de algo parecido al petróleo crudo, además de saltarse a la torera toda ley física y/o lógica—, uno se siente como si acabara de ser violado por una docena de mandriles. Por turnos. Uno siente como, mandril tras mandril, sus orificios corporales pierdieran paulatinamente toda esa dignidad que tanto costó aunar en su día. Desgraciadamente, esta sensación de suciedad y doliente dilatación suele ser permanente en la mayoría de los casos. Una pena, cierto es. Pero más nos vale, llegados al presente punto, empezar a asumir la situación tal y como viene. Y, por supuesto, obrar en consecuencia.

Pueden pasar dos cosas: o que uno se encuentre en una habitación cerrada (situación óptima, teniendo en cuenta el funesto carácter general del asunto) o bien, por la razón que fuere, uno se encuentre al aire libre (situación altamente comprometida). Vamos por partes. 

En una habitación cerrada, lo más lógico será intentar darle caza como si de una alimaña se tratara. Si bien es cierto que las alimañas no vuelan mucho, esa bola de grasa negra que fue nuestra capacidad de amar y ser amados se encontrará con los naturales límites arquitectónicos del aposento. Presa de los nervios, acorralada y sin posibilidad de huir, lo más probable es que nuestra capacidad de amar y ser amados intente asfixiarnos con su propia masa corporal. Vendría a ser como si alguien te lanzase a la cara una enorme bola de tocino hirviente. La diferencia es que, por un lado, nadie te tira nada: es el propio tocino el que te busca las vueltas. Por otro, el tocino suele ser translúcido, mucho más poroso que la sustancia base en la que se ha convertido nuestra capacidad de amar y ser amados. Nos encontramos ante una materia muy poco común, de alta densidad y con la capacidad de producir y emitir calor: al contacto, es capaz de multiplicar por 600 la temperatura propia de un objeto conductor. Si esto sucede sobre un ser vivo —TÚ, por ejemplo—: lo más probable es que sufras quemaduras más allá del primer grado bajo donde haga ventosa tu capacidad de amar y ser amado. Procura protegerte cara y cuello. Gusta de atacar zonas blandas, igual que las ratas. Pero su objetivo no será per se abrasarte la piel, sino acabar contigo de una forma —si cabe— más permanente. A estas alturas, tu capacidad para amar y ser amado solo entiende una cosa: o ella, o tú. Harías bien en hacer lo mismo. No la recuperarás, pero ahí aún tienes la oportunidad de resarcirte. Siempre, claro está, que no caigas antes.  

Si, por el contrario, todo este engorroso incidente se sucede en campo abierto, lo más seguro es que nuestra capacidad de amar y ser amados huya en dirección diametralmente opuesta a nosotros. No porque no quiera hacernos daño (de hecho, dañarnos físicamente es lo que probablemente más desea en el mundo), sino porque prefiere perdernos de vista a enfrentarse directamente. Tanto es su odio hacia quien antaño hubiera hecho uso de ella, que su objetivo primordial es el desapego total y permanente.
      De poco va a servir que intentemos perseguirla. No solo porque su ingravidez de inmediato nos pondría en evidencia; nuestra capacidad de amar y ser amados, una vez asume su forma en el exterior, puede aumentar y disminuir su volumen a voluntad si se halla en el hábitat correcto. O, mejor dicho, si no se halla en un hábitat del todo incorrecto. Esto es, un cuarto cerrado.
      Así las cosas, lo más normal es que, tras marcarse unas cuantas elipses de reconocimiento, desaparezca de súbito frente a los ojos de uno. Pues bien conocida es la manera más propia que tiene nuestra capacidad de amar y ser amados para tomar ventaja: desaparecer a ojos vista. No deja de estar: solo es que esa viscosa masa negra que hace un momento pululaba tan vistosamente ante uno y su tamaño podía compararse con el de una pelota de voleibol, en décimas de segundo éste se reduce al de la mitad de una mota de polvo estándar. Eso sí, su odio hacia uno NUNCA mengua, solo crece y crece exponencialmente desde el primer instante en que vio la luz del sol.

A modo de conclusión: déjemoslo estar. Como en muchas otros asuntos de la vida, aquí solo hay una resolución posible. Atiende las quemaduras, intenta no pensar en los mandriles. Come algo caliente, con sustancia. Bebe mucha agua, o lo que te guste beber. Rellenar de nuevo el cojín es un muy digno primer paso. Cuando antes comprendas, mejor.

Y cómprate tu propio perro, aunque sea solo por disimular.